El caos se sintetiza en vacío. La destrucción es un artilugio del neoliberalismo, ahora devenido en libertarismo. Una categoría difusa, rancia, que evoca a pasados latentes, esos que cada tanto resurgen en Argentina bajo el signo de lo nuevo. Entre el derrumbe y la narrativa provocativa, los moscones del capital repiten los viejos adagios coloniales: civilizar es esclavizar.
Milei baila sobre las ruinas del país. Esa imagen capitaliza una coyuntura simbólica: el goce en el daño. Pero claro, entre sus limitaciones cognitivas, el libertario demuestra que no entendió a Maquiavelo, aunque eso parece importar demasiado poco. Se evoca a sí mismo, rindiéndole culto al complejo de inferioridad. Grita y no canta. Ese rock siempre le será esquivo porque es una música que no le pertenece. La marca es el dolor que lo atraviesa por no tener más que un pasado y un presente de parásito.
Un poco de respeto, parece clamar el hombre de las camperas que le ora a los perros muertos. Eso fue mendigar a Estados Unidos y no lo encontró. El imperio anglo-estadounidense nunca sintió ni un ápice de estima por los eunucos sobreideologizados, los usó como en el Juego de Tronos y luego los mandó a apedrear por otros traidores. En la guerra económica, Milei no es un general, tampoco un soldado. Es el idiota útil al que todos desprecian. Eso es lo que se vio en esa escena dantesca dentro de la Casa Blanca, donde él creyó que era parte de la historia y solo lo estaban relegando a su basurero.
Milei es parte de una estructura sustentada por la oligarquía financiera y, como afirma el sociólogo Giuliano da Empoli en La Hora de los Depredadores, «todo lo que contribuya a elevar el nivel de conflicto sirve para sus objetivos». Por eso, cada uno de los monstruos que salen presurosos a dar entrevistas armadas doblan la apuesta de la violencia, la mentira y la provocación.
«Ustedes, tan liberales, tan humanos, que llevan al preciosismo el amor por la cultura, parecen olvidar que tienen colonias y que allí se asesina en su nombre», escribe Sartre en el prólogo de Los Condenados de la Tierra de Fanon. Esta breve oración sirve como respuesta al petulante Milei y a su séquito de fantasmas pro-coloniales. Ya no hay humo sobre el agua, como en diciembre de 2023. La diafanidad del panorama nos permite ver cómo los cimientos liberales se resquebrajan dentro de una pecera sobrecargada de peces muertos.
La crueldad no es un ejercicio de la gestión. Es un síntoma de la dependencia. ¿Puede la democracia liberal contrarrestar esa herida que supura desde 1983? Es difícil la respuesta a horas de una elección determinante. Pero hay que tener en claro que esta democracia imperfecta y cómplice de la égida colonial perdió su sujeto histórico. Las ofrendas demoliberales que se consagraron en el altar de la traición al pueblo, como las que se regalaron mutuamente Alfonsín y Menem, abrieron el camino para que los exegetas de la dependencia intenten concretar sus planes en nombre de la memoria del viejo imperio: Churchill y Thatcher.
En estos dos años, Milei y sus escuderos mediáticos pretendieron asumir la representación de una cultura reaccionaria ascética. El frontón liso y llano del pregonero civilizatorio que fumiga cuerpos y mentes y las prepara para la docilidad con el fungicida del sacrificio individual y la meritocracia extrema. Quien no esté alineado con la civilización será culpable de su propia desgracia. Recordemos: civilidad es aquí sinónimo de la Tierra Santa del Mercado y libertad se emparenta, paradójicamente, con dominación.
La operación es simple. Abelardo Ramos lo afirma así: «En las naciones coloniales, despojadas del poder político director y sometidas a las fuerzas de ocupación extranjeras, los problemas de penetración cultural pueden revestir menos importancia para el imperialismo, puesto que sus privilegios económicos están asegurados por la persuasión de su artillería. La formación de una conciencia nacional en ese tipo de países no encuentra obstáculos, sino que, por el contrario, es estimulante por la simple presencia de la potencia extranjera en el suelo nacional».
¿Qué país queremos ser? En medio de la guerra que inició Milei, este 26 de octubre se pone en juego algo más que las bancas en el Congreso. Lejos de los escenarios donde se representan falsas comedias —el libertario en el Movistar Arena—, la disputa de fondo es por el sentido: Patria o Colonia. Se ha tornado en un significante determinante para la conformación del «Nosotros». Al mismo tiempo, para recuperar la autenticidad de la conciencia nacional es necesario revitalizar al sujeto histórico de la verdadera democracia social: el trabajador. No como un hecho romántico cimentado sobre la nostalgia de un tiempo extraordinario, sino como factor determinante para combatir al capital.
Es imprescindible entender que no se puede abandonar la causa. Quienes lo intentaron perecieron políticamente hablando. Perón lo ejemplificó con absoluta solvencia: «Afortunadamente, el pueblo argentino tiene una clase trabajadora con valores morales íntegros. En ella descansa la base fundamental de esta lucha por salvar al pueblo argentino de las amenazas de retorno a una época de triste memoria. Ella será artífice de su propio destino. Es el pueblo el único que puede salvar al pueblo».
¿Qué tanto creemos en nosotros? No se trata de apelar solo a la memoria emotiva, sino de estar seguros de quién es el enemigo, el externo y el interno. Por otro lado, ¿hay lugar para asilar traidores? Muchos que rompieron lanzas olfatean el olor de la tormenta que se avecina. Tienen miedo y quieren volver. ¿Para qué? ¿A qué? Ellos fueron quienes jugaron a ser Judas. Un papel indigno frente a la desgracia de millones de argentinos. Ellos fueron, en parte, los guionistas de la calamidad, los que alimentaron la pedagogía de la queja con la panza llena y ahora esgrimen un flaco pedido de perdón: «Qué bien estábamos cuando estábamos mal».
Arturo Jauretche asegura que «la incapacidad para ver el mundo de nosotros mismos ha sido sistemáticamente cultivada en nuestro país». Y añade: «Si todo es según el color del cristal con que se mira, conviene saber que anteojos y anteojeras nos ha puesto, parecidas a esas gafas oscuras que usan muchos nativos, con las que logran ignorar los verdes de nuestros campos y los azules de nuestros cielos, acomodados al matiz uniforme adquirido en una casa óptica».
Algunos todavía quieren hacernos creer que el hambre de los pobres, las heridas de los jubilados, el abandono de los discapacitados son el costo que tenemos que pagar por vivir bien con los años de bienestar social. El calvario y la cruz de los falsos profetas que prometen un paraíso material donde solo vale el individuo sujeto a lo que posee. El monstruo y la fiesta. El matadero. La apelación a la distorsión pedagógica. La epistemología civilizatoria del imperio.
El 26 de octubre no termina la historia. Como no ocurrió en diciembre de 2023, es probable que ahora estemos caminando por calles sin nombres, donde nos reconocemos por el brillo en los ojos y la sonrisa imperfecta. Sencillamente porque somos incorregibles. Indomables. Nuestro pueblo no está templado para la derrota, para la resignación. El lunes 27 la lucha continuará:
«No conviene en los tiempos que corren que nos asusten fantasmas o bultos que menean. Somos muchos millones de peronistas dispuestos a jugarlo todo por la suerte del país, frente a unos cuantos obcecados detrás de quienes existe una masa que no tiene ningún entusiasmo por poner el pellejo en peligro; y nosotros estamos decididos a jugarnos, incluso el pellejo». (Perón en un encuentro con trabajadores ferroviarios, febrero de 1949).
Puede sonar contradictorio, pero ir a votar este 26 de octubre es un acto de fe. Esa es la decisión.
Por Gustavo Ramírez 