GRACIAS por ser ejemplo de pastor «con olor a pueblo», que va adelante para marcar rumbos, que va en el medio para aprender a vivir con la gente sencilla, que va detrás para que nadie se quede en el camino, y que tiene alergia a toda propuesta elitista y restauracionista.
GRACIAS por enseñarnos a discernir, «democratizando» un arte de siglos, e invitando a ejercerlo en lo personal para sentir lo que el Buen Espíritu le pide a cada uno, en lo comunitario para descubrir una vocación compartida, y en lo histórico para sentir el paso del Señor que nunca abandona a la Historia. Ese paso se expresa suave y dulcemente, como le pasó a Elías entre las rocas y a María, quedando llena de gracia. Enseñaste, en definitiva, a discernir «en el campo de Dios y en el del demonio», como decías sin tapujos citando reiteradamente a Hugo Rahner.
GRACIAS por tu opción por y con el pueblo pobre, por y con los descartados, los excluidos, los que tienen sus derechos humanos vulnerados y todos aquellos que son víctimas de estructuras injustas, que siempre son estructuras de pecado y que hay que transformar.
GRACIAS por tu compromiso con el Concilio Vaticano II, promoviendo su implementación desde una fidelidad dinámica, centrada en la participación, con el nombre de sinodalidad, para que la Iglesia sea casa de «todos, todos, todos», donde la única excluida sea la mundanidad en todas sus formas.
GRACIAS por ser un verdadero místico, un contemplativo en la acción y un activo en la contemplación, ofreciendo de manera renovada a un mundo frío y desencantado el Corazón de Jesús, que tanto ama a los hombres y mujeres de ayer, de hoy y de siempre.
GRACIAS por encarnar la misericordia, «el nombre de Dios», que de esa forma hace justicia; «la viga maestra de la Iglesia», que no debe juzgar sino acoger e integrar; tu propio lema, que tomaste del comentario al pasaje de la vocación de Mateo el publicano, pintado bellamente por Caravaggio e intuido magistralmente en aquel personaje de Victor Hugo. Tu propia vida fue de pecador, no de corrupto.
GRACIAS porque fuiste, sin más, un hombre con defectos y virtudes, con poquezas y miserias, sin ceder a la tentación perfeccionista ni a la derrotista. Supiste «cebarle mate» a las neurosis y tener paciencia con vos mismo y con los demás, incluido Dios. Un pecador, sí, pero que acudió a la gracia. Un argentino, sí, pero que supo apreciar el valor de lo universal. Un jesuita, sí, pero que al elegir el nombre de Francisco se abrió a todos los carismas. Un hijo de la Iglesia, sí, pero que no dejó de buscar el Reino. Y esto es lo más importante.