Opinión

Batalla cultural: La dignidad de la persona como estandarte de la Justicia Social

*Por Gustavo Ramírez

El deterioro social que se ha producido en Argentina desde diciembre del 2015 a la fecha tiene un impacto estructurante en la degradación de la matriz cultural, productiva, económica y social. Durante estos años ha crecido de manera exponencial la desigualdad social producto, en parte, de la transferencia de riquezas que el gobierno generó a partir de la imposición de la dictadura financiera.

Cambiemos horadó los cimientos históricos de protección social que asistían a los sectores más humildes y destruyó el circuito de comercialización productiva que blindaba, de cierta manera, a los más pobres. Al mismo tiempo impuso una verticalidad pedagógica que hizo circular como flujo discursivo por los medios de comunicación masiva. De esta manera los pobres y la clase trabajadora quedaron expuestas como fuerzas retardatarias para el desarrollo productivo nacional. Ese relato se afianzó en la noción hiperrealista que domina el escenario neoliberal.

La producción de asimetrías sociales, económicas y culturales necesitó la construcción de un imaginario que posibilitó la ruptura de lo comunitario para fomentar un escenario de crisis permanente que plasmó, con absoluta impunidad, la descomposición de derechos y exacerbó la necesidad de que el progreso económico solo puede ser alcanzado en la quimera de la flexibilización y explotación laboral. La vieja utopía oligárquica de someter a la población en general a la desaparición definitiva del Estado de Bienestar.

 En ese entramado economicista el pobre es conceptualizado como un cáncer social, culpable de su propia situación. Es decir que los pobres, en el actual modelo del éxito individual, funcionan como un elemento de retraso social y por ende no debe ser considerado más que como un parásito para la economía. Es por ello por lo que en la concepción ideológica de Mauricio Macri la única clase social activa es la clase media. Que además sirve como nicho para la implementación de conductas abiertamente reaccionarias. Del mismo modo la clase trabajadora es entendida como un recurso humano en la medida que se profundiza la mercantilización del empleo. En esa trama pedagógica como recurso el trabajador es barrido de la historia como sujeto histórico y como persona humana. Se convierte así en un elemento descartable y prescindible. En este pensamiento selectivo no concibe el valor ético sobre la relación humana. Solo se impone la barbarie de un poder unidimensional que está arraigado en la constitución del valor del capital. Ya ni siquiera es la acumulación, es el arrebato social, político, psicológico y cultural de la vida.

Mientras el neoliberalismo se desplazó por el territorio del mito económico, tuvo que producir un barrido de las fuerzas que lo resisten. Macri infirió  que en ese plano los enemigos son las Organizaciones Libres del Pueblo. De allí su férreo combate contra los sindicatos y los movimientos populares. Una tarea que comenzó a desarrollar la Dictadura Militar bajo la doctrina Thatcher y que continuó el alfonsinismo bajo la égida de Ronald Reagan.

Para ello, en el presente, se empoderó a los medios de comunicación corporativos que a su vez sirvieron, junto a las redes sociales, de sustitutos del valor educativo. Con el sistema educativo liberal en crisis la reasignación de roles cambió el equilibrio de las fuerzas sociales. El macrismo no podía esperar una decena de años para conformar una nueva estructura ideológica. La racionalidad neolilberal comprendió que su cultura aceleracionista podría encontrar un aliado clave en el universo mediático. Allí aplicó recursos e intensificó su campaña, aun mucho antes de asumir la presidencia en diciembre del 2015.

Ciego y fiel creyente de sus propios paradigmas ideológicos, el procesos de captación ideológica desarrollado por el macrismo se enfrascó en la negación patológica de lo evidente. Lo evidente es el significado trascendente que los pobres le asignan al trabajo como articulador del desarrollo social y la movilidad social ascendente.  La cultura del trabajo impera como organizador de la vida social colectiva y familiar en los sectores populares. Por lo que se puede afirmar que para los pobres el trabajo es un factor ontológico en su quehacer existencial.  Contrariamente a la propaganda que uniforma un pensamiento hegemónico en las clase acomodadas donde el trabajo se tornó un significante vacío, por ejemplo, al rendirle culto a la sociedad de la eficiencia y del éxito.

Esa campaña fue nada más ni nada menos que el eje vertebrador de la batalla cultural. Una pelea que el kirchnerismo no comprendió en su total dimensión y que segmentó como minimización de la guerra ideológica. Esa fuente de distorsión social no alimentó la audacia de la revolución económica que se intentó imprimir en los primeros años de gobierno de Néstor Kirchner, de la misma manera se pude presuponer que no hubo plena consciencia de lo que, a largo plazo, podría significar una derrota en ese campo.

Sin un proceso contra-cultural que se le interponga,el neoliberalismo logró avanzar, legitimado por las mismas fuerzas, que a su vez, se sintieron cómodas en la derrota. El pacifismo ideológico incrustado por el progresismo en la raíz del enclave cristinista, obturó cualquier noción de despliegue comunitario. Absorbido por la fascinación fetichista de su propio valor individual, conformado solamente por la cultura del consumo, se aplastó el consenso político para dar batalla en la unidad y se segmentó el proceso de resistencia y lucha. Entonces el Movimiento de Trabajadores dio una confrontación que incomodó a propios y extraños asumiendo que su combate no se intricaba en la rosca política ni en discusiones secundarias. Esa disputa se dio en el campo de la construcción de sentido y por necesidades inmediatas. Fue el Papa Francisco, en ese contexto, el que promovió las herramientas de para la batalla cultural: Tierra, Techo y Trabajo. Fueron los Movimientos Populares los que enarbolaron esos símbolos como factores determinantes de su pelea por la Justicia Social.

Precisamente, los Movimientos Populares hurgaron en su raíz histórica para evitar ser absorbidos por la complacencia del presente. Su potencia fue amplificada por una alianza determinante con actores sindicales preponderantes, desde entonces la construcción se viralizó con fuerza y eficacia, lo cual fue un proceso disruptivo vital para los sectores más pobres de la población. En términos políticos los trabajadores de la economía popular imprimieron a la actualidad política un sello distintivo, ello implica un impacto positivo genuino en el escenario de la batalla cultural.

Con esta referencia y conscientes de que aun queda demasiado por hacer, las bases políticas para salir de la crisis están afianzadas en el territorio. Si el próximo gobierno no voltea su mirada hacia allí es porque la decisión política no se aleja de la mirada liberal sobre pueblo.

Tres actores sociales y políticos son esenciales para el desarrollo de las fuerzas nacionales: El Papa Francisco, los Movimientos Populares y el Movimiento Sindical. Claro está que cada uno de ellos actuó, en este proceso histórico, como factor de presión y de poder. En ese espacio nodal se contribuyó a la recuperación de valor histórico de lo comunitario, no como un resurgimiento del pasado, sino como elemento de desequilibrio ante el paradigma del presente. Con estas fuerzas es posible gestar una contra-cultura que imprima dinamismo al pensamiento nacional como noción intrínseca de la Justica Social, la dignidad de la persona y la Soberanía Política.

Las fuerzas populares no están resignadas al seguidismo de una figura icónica, mesiánica. Por el contrario, son realidades efectivas que combaten al neoliberalismo con autonomía política. Responden, entonces, a una conducción ampliada, integral. Allí está la clave para retomar la senda de la democracia popular que puede llevarnos a vencer la inercia de la batalla cultural y establecer el bienestar del pueblo a través de una comunidad organizada.

 

*Director periodístico de AGN Prensa Sindical

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