Por Gustavo Ramírez
En el marco del impulso de una “nueva normalidad”, el Presidente Alberto Fernández brindó su discurso de apertura del 139º período de sesiones ordinarias en el Congreso Nacional. Como era de esperar tema como la inflación, la “reforma judicial” y el endeudamiento en manos del macrismo fueron los ejes de la intervención presidencial.
Suele asegurarse, en los ámbitos de la teoría económica, que frente a la crisis el método es recurrir al keynesianismo. Esta teoría a priori, permitiría sortear los escollos y los escombros que ha producido la aguda situación y así descansar sobre los cimientos de un Estado consolidado como administrador del desequilibrio en términos de la economía local. Sin embargo, el desarrollismo, parece ser una opción oportuna para incentivar el derrame sin modificar las cuestiones estructurales que determinan las condiciones objetivas del proceso de desarrollo.
El Presidente reafirmó, en su discurso, la intención manifiesta de recuperar el consumo interno, fortalecer el proceso exportador y dinamizar la economía de un segmento del sector popular a partir de las mejoras adquisitivas que logre el salario. Asimismo reiteró que continuarán las negociaciones con el Fondo Monetario Internacional para refinanciar la deuda contraída por los buitres macristas.
A las buenas intenciones narrativas del Gobierno le sobra retórica y le falta el condimento esencial de la acción. Si bien la crisis actual se puede catalogar como una crisis más dentro del capitalismo se suele perder de vista que la misma ha dejado en evidencia lo obsoleto que resultan algunas teorías para promover el bienestar ascendente de los sectores más empobrecidos de la población.
La trama discursiva en torno a la recuperación del consumo es una expresión fragmentada de la realidad económica que está dirigida a un segmento de la población económicamente activa. Lo que allí se deja de lado es la discusión sobre la distribución de la riqueza y la creación de trabajo a través del desarrollo productivo industrial. La enunciación presidencial ha dejado en claro que la política económica no se cifrará en los principios peronistas para salir de la crisis, sino que se seguirá apelando a la receta keynesiana.
A vuelo de pájaro se podría apelar al entendimiento del pensamiento práctico en lo inmediato y argumentar que, por ejemplo, el desarrollo de la obra pública es un motor necesario para la gestación de empleo. Sin embargo, si el programa no es acompañado por la expansión de la producción industrial, lo único que fortalece es el desequilibrio de fondo. Si desde 1976 a la fecha lo que se ha generado es la transformación de la matriz productiva a partir del desplazamiento de la producción industrial por la industria de servicios y a esa estructura la se la quiere condensar con la expansión de obra pública, seguramente la mirada seguirá acotada y los problemas de base subsistirán.
Por otro lado, si se continúa con un esquema de reaseguro de las exportaciones lo que se producirá es una profundización del resquebrajamiento del mercado interno. La mirada exportadora no ha beneficiado, a lo largo de la historia, a la industria nacional. Por el contrario, lo que se permitió con ese esquema es la transnacionalización de la economía a partir de la implementación de una esquema puramente extractivista que tienen derivaciones exponenciales en la generación de empleos precarios y salarios deteriorados.
El sobrediganóstico, muchas veces cargado de falsa emotividad ideológica, no hace más que encubrir el entramado de una economía abiertamente supeditada a las decisiones políticas del libre mercado. Sí, hay que comprenderlo de una vez, toda decisión económica implica una determinación política.
El libre albedrío de la orgía consumista no es más que un placebo alucinatorio de la movilidad social. Una política económica que no ponga en el centro de su esencia al trabajo será determinada por la dictadura de la gobernanza internacional a través del libre mercado y de las relaciones de fuerza que impone el capital concentrado. El gobierno le huye a la discusión sobre la distribución de la riqueza porque en su concepción ideológica apela a una falsa ética del capital por encima de la ética del pueblo que se constituye en la cultura del trabajo.
“La dirigencia política, social, empresaria, debe emprender conjuntamente el camino de la reconstrucción argentina. Ese objetivo requiere, como condición indispensable, recorrer un camino de acuerdos. Acuerdos que nos permitan lograr un desarrollo integral y sostenible del país”, dijo el Presidente en su discurso. ¿Cómo se convence de esto a las cincuenta personas más ricas del país que concentran más del 14 % del PBI argentino?
No hay un entre todos. La apreciación presidencial es más un eufemismo ligado al flower power y al Mayo Francés que un análisis anclado en el 2021 en Argentina. Nunca fue un entre todos. Así lo demostraron a lo largo de la historia los sectores dueños de la economía concentrada que jamás resignaron sus privilegios.
Como si su discurso estuviera inspirado por lo peor de Sting Fernández recordó que “la Constitución de 1994 estableció derechos claros para los pueblos originarios. En 2020 hemos avanzado en resolver más de 50 situación de reconocimiento de posesión que establece la ley 26.160. Este año enviaremos el proyecto de renovación de esa ley e iniciaremos la reparación histórica que establece la manda constitucional. Reconocemos a todas las voces e identidades que convivimos en Argentina”.
Pulcro, correcto políticamente hablando, pero la Constitución del ’49 estableció como principio rector la consagración de los Derechos del Trabajador. Si el Presidente, electo por el voto popular, soslaya esta característica primordial de la esencia peronista y se recuesta sobre nomenclaturas hippies o recrea el espíritu liberal de la Revolución Francesa, entonces los trabajadores y trabajadoras argentinos estamos en serias dificultades.
Al mismo tiempo se busca incentivar a la mentada “economía del conocimiento” a partir de la creación del leyes que posibiliten la expansión del negocio. Ese crecimiento no redundará en beneficios estructurales para el país, sino para las multinacionales que no paran de enriquecerse, mientras viven de la extracción de datos, la vigilancia social y la precarización laboral. Solo para ilustrarnos: En 2020 el comercio electrónico registró un incremento del 124 % anual, con una facturación por 905.143 millones de dólares en Argentina.
Con estas asimetrías tan grandes y sin políticas que tiendan a acortar las brechas que producen pobres y más pobres en la Argentina, será difícil revertir el actual proceso sistémico. Los discursos bien intencionados y las expectativas a futuro son insuficientes en un marco donde el tiempo esta marcado por la aceleración que impulsan los grupos económicos concentrados. Es necesario promover las discusiones sobre el rol del Estado y del Gobierno en el Estado recuperando el vigor del pensamiento peronista como propiciador de presente y futuro, desde un pasado altamente instructivo.
Los pensamientos del buen Samaritano descomponen el mapa de situación y deconstruye el proceso histórico de liberación nacional, en la medida que no pretende arrojarse a los brazos de la historia para promover transformaciones revolucionarias de fondo. Alberto Fernández brindó un discurso cómodo, cálido, afectivo, para una progresía liberal que es insensible políticamente a los problemas reales que acometen contra los humildes en el territorio.
“Los argentinos y argentinas necesitamos construir un país antisísmico. Que supere los cimientos de barro que el odio, la división y los fanatismos provocan. Un país que de seguridad económica y social a todos y todas. Seguridad a las empresas y a los ingresos de los hogares. Seguridad de inclusión social, antes que nada, a los descartados, los invisibles, los olvidados”.
¡Se siente, se siente, Woodstock, está presente!
2/3/2021