Por Gustavo Ramírez
Diversos sectores que componen el Frente de Todos intentan por estas horas bajar los decibeles de la pugna interna. Si bien aún es prematuro aventurar un diagnóstico acabado sobre los daños directos y colaterales que produjo el “renunciamiento” de Máximo Kirchner, se percibe un incremento de las tensiones internas a partir de lo que implica el acuerdo del Gobierno Nacional con el Fondo Monetario Internacional.
La movida precipitada del “niño mimado” de La Cámpora, dejó mal parado al espectro peronista que se identifica con los lineamientos del cristinismo. No obstante, si bien por el momento, en los pasillos del Congreso y de la Casa Rosada, no se habla de ruptura, hay plena conciencia de que las relaciones internas dentro de la coalición no están del todo bien.
Razones no faltan. La disconformidad interna tiene sobradas argumentaciones para impulsar las críticas, el problema radica en que no existe una propuesta superadora a lo que por el momento ha realizado el Gobierno Nacional. El “principismo” ideológico desnuda las debilidades de la unidad por el espanto y denota incapacidad orgánica y programática para avanzar en la lucha contra el neoliberalismo.
La artificialidad del amor forzado entre las distintas corrientes internas, expresadas en las figuras de Massa, Fernández y Fernández de Kirchner, se dirime en intrigas palaciegas que se exponen cuando alguna de las partes filtra la data a sus respectivos operadores de prensa. Estas actitudes, costumbres del “folklore” político nacional, ponen a la dirigencia política del Frente de espaldas a las necesidades populares.
Hace dos años que para la estructura de gobierno la discusión gira en torno cuestiones de superestructura que no contemplan más que el éxtasis ideológico de la fantasía discursiva, mientras el índice de pobreza se mantiene alto, la inflación no cesa y la ocupación laboral se estructura sobre la base de la precariedad laboral. Estos temas, en parte de agenda popular, han sido soslayados de la narrativa oficial al mismo tiempo que impera el desorden político por ausencia de liderazgo y conducción.
Máximo Kirchner mostró los dientes desafilados y su incapacidad de producir decisiones orgánicas. Ese kirchnerismo duro, es el mismo que durante la campaña de 2015 privilegió sus intereses sectoriales producto de la fantasía narrativa más que de la capacidad política. Esa construcción personalista, aduladora y fraccionaria, aportó su granito de arena para la derrota electoral de entonces, con la apelación distinguible del “yo o el diluvio”.
Así como la desmalvinización iniciada en 1982 implicó darle la espalda social al Atlántico Sur, el programa neoliberal de desperonización política, social y cultural, que comenzó en 1976, encontró ecos funcionales en los espacios unidimensionales de la cultura kirchnerista, aún a pesar de lo expresado por Néstor Kirchner. Esta condición se aceleró luego de 2011 cuando el “cristinismo” rompió con el Movimiento Obrero re-editando una disputa anacrónica y asimétrica con la realidad socio-cultural del momento.
En ese sentido esta etapa, que juntó partes sueltas, dispersas y hasta antagonistas por momentos, se estructuró como unidad solo para derrotar a Mauricio Macri, sin embargo, más allá de la articulación necesaria para imponerse en las urnas, dicha unidad contó con las limitaciones que impuso la ausencia de conducción y de programa aglutinador. Por derecha, por izquierda y por el centro, los frentes internos se alejaron sistemáticamente de Perón, despreciando la doctrina peronista y afirmando estereotipos históricos, sostenidos argumentalmente por el progresismo liberal y por la derecha conservadora contra el peronismo como ontología social.
Sólo basta con desgranar la agenda de estos últimos dos años para dar cuenta que las cuestiones de fondo pasaron a un segundo plano, absorbidas por dinámicas coyunturales fomentadas por cuerpos parasitarios sectoriales y minoritarios, que responden a la agenda ideológica global, exógenos a la composición histórica del peronismo. Para estos sectores internos, hablar de la doctrina peronista resulta tan anacrónico como falazmente reaccionario, tanto como para el gobierno resulta arcaico hablar de economía y democracia social.
Ese pulso desperonizador es expresado también por al elección de una economía keynesiana, aplicada, asimismo, luego del 2011 por Cristina Fernández. Todo ello contribuyó a poner a los gobiernos “populares” de espaldas al pueblo que sigue padeciendo y pagando la crisis.
En esta coyuntura hay quienes se apresuran a pensar en 2023, las expectativas parten de consideraciones abstractas más que de la realidad territorial. Sin profundización de una política social que cimiente las transformaciones estructurales necesarias será muy difícil tener una mirada optimista para el año entrante.
Mientras tanto, a pesar de los apoyos públicos, el Gobierno no logra despegarse del mote de tibio y el kirchnerismo no se desprende de su miopía política. Estos dos factores alimentan la voracidad de las alimañas opositoras que huelen sangre y se tiran de cabeza porque no tienen mayor capacidad que la destructiva, como históricamente lo han demostrado.
Después del acuerdo con el FMI, la manija la tiene el gobierno, y el gobierno incluye a la totalidad de las fuerzas que la integran. Si lo que predomina es el sesgo progresista los problemas se profundizarán. De cara al futuro cercano, para ponerse de frente al pueblo, el Frente necesita abandonar la corrección política, la mirada ideológica y el impulso emocional de la adoración personalista y retomar el camino del peronismo para construir el camino que conduzca a la realización efectiva de la Justicia Social. De lo contrario se corre el riesgo de que el 2023 se convierta en una utopía.
Mientras las figuritas de turno se consideren actores superadores del liderazgo nacional de Perón el pueblo solo verá la espalda de sus dirigentes. Son estos los que tienen que dar respuestas urgentes a las necesidades que se viven diariamente en el territorio. Estos espacios hoy cuentan con la labor incansable de los Movimientos Sociales y de las organizaciones sindicales, que comprenden con profundidad y experiencia que la democracia liberal no es la solución para vencer las políticas de descarte y hambre. Está más que claro que la mezquindad individual de algunos dirigentes no puede socavar los intereses comunes de los pobres.
Claro, si volvieran a Perón entenderían que primero está la Patria, después el Movimiento y por último los hombres. Del mismo modo se darían cuenta que no alcanza con ganar elecciones para derrotar al neoliberalismo sino políticas de liberación nacional. En este contexto, donde crecimiento y desarrollo no se traducen en justicia social, donde la peleas internas por quien ostenta con mayor potencia la franquicia ideológica del momento son moneda corriente, se deben establecer prioridades que se eleven por encima del asistencialismo, de lo contrario el sistema nos seguirá devorando.
2/2/2021