Opinión

Tu amigo y el mío

Por Gustavo Ramírez

“Alguien se quiere ir
Alguien quiere volver
Alguien que está atrapado en el medio de un recuerdo
Esto yo ya lo ví
Esto ya lo escuché”

Charly García

 

El recuerdo. Está ahí. Tan nítido como confuso. Golpea en la cara, se siente en cada cimiento del cuerpo. Voy caminado por las vías del ferrocarril Roca hacia la puerta de acceso a la conferencia de prensa, convocada por Juan Román Riquelme. El tren pasa cada tanto como un fantasma que nos sujeta a un país que se niega a desaparecer. Es una fría brisa que nos pone en alerta. La Bombonera se alza gigante a un cielo que cambia de color solo para ceder a los caprichos de la noche.

Las vías parecen algo más pulcras que ayer. Están encajonadas entre estructuras de cemento. Es curioso, porque ese encajonamiento es una brutal metáfora de lo que podemos ser: Crecemos para arriba y perdemos de vista el horizonte. Antes, esos terrenos lindas a la cancha eran zonas baldías, donde se improvisaban campos de juego para los pibes del barrio. Allí pateé por primera vez de manera seria una pelota.

Don Juan, un tipo alto, de nariz filosa y voz ronca, castigada por años de amistad con el tabaco, llevaba a los pibes más grandes del conventillo a entrenar al Campito. Ese día, un día cualquiera de invierno, mi vieja me dejó ir. ¿Qué es la felicidad? Bueno, en parte, en ese momento era estar ahí. Con lo más grandes. Con ese hombre que me parecía más alto de lo normal, dirigiendo la partida y dándome un lugar, solo para que dejara de joder al día siguiente. Pero yo estaba feliz. Como Riquelme estando en Boca.

Creo que fue ese día que los colores entraron a la sangre y llenaron todo ese pequeño ser. Pero no lo hicieron solos. El barrio también se metió. Volvimos al conventillo, los más grandes y los más chicos, hacia el final de la tarde, cantando canciones de La 12. Supongo que sería finales de los ’70. Con el tiempo esa imagen me resultó un tanto extraña, era posible experimentar cierta felicidad y placer en la Argentina ensangrentada. Ah, sí, ese día casi hago un gol. El primero de todos, la pelota se fue por arriba de la piedra que hacía las vece de palo improvisado.

Son días donde nos preguntamos qué hemos hecho para llagar hasta acá. El corazón vive agitado. El alma por momentos se desconsuela. Pero esa tarde, rumbo a la conferencia de prensa, solo pensaba a dónde se había ido ese yo de mi infancia. No, no era melancolía. Era un pregunta existencial. Después de aquel día vinieron muchos otros partidos, muchos otros entrenamientos. Otra curiosidad: Antes de ir a la conferencia de prensa, había estado con mi hijo que hace fútbol en la escuelita Plaza y Fútbol, a dos cuadras de la cancha. Él también es feliz pateando una pelota. Algo más para compartir.

Será por eso que quería estar en esta conferencia. No por las razones que todos los periodistas suelen concurrir a una de ellas. No me interesaban las preguntas resonantes sobre una coyuntura desoladora y por momentos desgarradora. Solo quería estar ahí, cerca de Román, para comprender de donde surgen sus palabras. Para ver su rostro, entre adulto e infantil, contorsionarse ante cada pregunta prefabricada.

Cuando intenté preguntar el tipo de prensa, un estirado con suerte, me negó la palabra. Una lástima. Pero los alcahuetes sobran en todos los lugares. “Boludo, yo pateaba en la bombonera antes que vos te pudieras comprar la primera tintura para negar el paso del tiempo”, pensé algo resentido. No la dejé pasar, pero la cuestión de mi discusión con la gente de prensa de Boca no viene a cuento. Uno no puede evitar que exista quien pretenda cagar más alto que el cielo. Un cielo que no conocen. Si conocieron el cielo de la Boca…uf. Son hermosas las noches de verano en la Boca. El cielo parece tener siempre un resplandor especial. Pero eso es otra cosa.

Riquelme suele hablar sin posturas artificiales. Está ahí, situado y es lo que se ve. El pibe que está feliz porque el fútbol le puede dar más de lo que soñó. Es su vieja y son los amigos, los que no se compran en una conferencia de prensa en un hotel lujoso. Es el olor a matecocido. Es el campito de Casa Amarilla. Respira y su respiración hacer vibrar a un país.

Me imaginé a Don Juan, con el silbato colgando en el pecho, a mi lado, con su camisa escocesa. Con su nariz aguileña y su olor a tabaco. Mirando fijo a Román. Expresando en el silencio el sentimiento del fútbol. Ese que representa algo más que la pintura grotesca que los periodistas disciplinados pintan en colores de precios y valores, oferta y demanda. Don Juan, lo sabe. Yo lo sé y Riquelme lo expresa. Respiré hondo, sentí orgullo de representar al conventillo en esa escena, aunque la mayoría de los presentes, más preocupados por fortalecer su ego y su inquebrantable cholulismo, no se enteraran.

Por un momento, creí que Román le hablaba a Don Juan o a mi abuelo Pedro, que fue referí y DT de las inferiores de San Telmo, o a mi tío Pedrito que según dicen los que lo vieron jugar era un “fenómeno” que no le pegaba a la pelota, sino que la acariciaba. Pensé que también le hablaba a mi hermano, que ama al barrio más que a su propia carne. O que le hablaba a mi pibe, fanático de Messi y que siente que la canchita es su lugar en el mundo. Eso creí. Pero no era lo que yo creía, era lo que estaba pasando. Riquelme le estaba hablando a esa humanidad que es la que vemos todos los días en nuestro entorno.

Riquelme, el hijo de la clase trabajadora. El que no negó de sus orígenes ni necesitó hacerse llamar el “jugar del pueblo”. El que no se desclazó. El que sigue jugando con sus amigos. El que se ríe irónicamente ante las preguntas chiquitas de los fariseos de la comunicación. El que se dejó emocionar cuando mencionó a María, su mamá.

A ver, entendamos: Cuando él cuenta esa escena donde se sienta a hablar con ella para decirle que se va meter en la política de Boca, vos estás ahí. Ves esa escena como el pibe que mira a través de la ventana en la cocina del conventillo y sueña que hacer un gol, en la canchita del campito, con los amigos. El fútbol, su juego, mueve montañas.

Y eso es lo que Macri no puede tolerar. Porque para el inútil de cuna de oro, el populismo es todo lo que la plata no puede comprar. Cuando Román dice: Se metieron con el hincha, afirma que se metieron con todos nosotros. Con el barrio, con los amores, con los desamores. Con ese nosotros que está siempre ahí aunque los mercenarios de la inmundicia digan que ya no existe. El fútbol es fe popular y en estos momentos celebra a San Riquelme.

Riquelme es de carne y hueso y como tal cargará con su cruz y sus contradicciones. Pero no se traiciona. Entonces sus palabras se hacen filosas y corta al medio el clima político nacional que parece estar desgarrado por el escepticismo. Y da un motivo. Un motivo para no caer bajo el peso del derrotismo. Pienso: Nuestros viejos, muchos de ellos, no se dejaron arrastrar nunca por la derrota. Si el  día era malo al otro se levantaban temprano, empujados por la obligación, y le daban para adelante. Es simple. Como el fútbol. Como Riquelme.

Cuando Riquelme habla y cuenta, lo hace desde su propia experiencia. No recurre a la lógica de la teoría académica. Su naturalidad interpela a aquellos que la política, en estos tiempos turbulentos, no logró alcanzar. Esa vida cotidiana que se expande en el plano de los sencillo y que muchas veces no merece la atención de sociólogos, arqueólogos o periodistas. Román no subestima a nadie. Integra a todos en el ámbito discursivo. Se narra y al narrar nos cuenta a todos.

Es que de cierta manera, sin quererlo tal vez, Riquelme se alza con el legado de Maradona. Aunque la resistencia de Diego era más universal y su rebeldía respondía a un plano político más amplio. Menos sutil. Pero los dos, en su grandeza, tienen algo en común: No se entregan y no se traicionan. Así, en tiempo presente.

Al barrio ya le metieron la mano en el bolsillo. Le quisieron birlar el espíritu contestatario implantándole el chip del progreso y el consumo. Pero su esencia todavía late entre la precariedad de las casas de inquilinatos y edificios de exportación con pileta climatizada. Es cierto, en La Boca también viven aquellos que votaron por Macri en su momento y ahora por Milei. Es casi una ley natural de contrastes permanentes. Pero su alma no está quebrada ni desaparecida. El barrio todavía late.  La resistencia al regreso de Macri a Boca cobró otro sentido. Y el contenido a ese sentido se lo dio Román. Que también es un pibe del barrio. Eso es todo y es suficiente.

Cuando terminó la conferencia de prensa el tumulto de movileros se dispersó con prisa. En las calles de La Boca el aire espeso de un día pesado caminaba sin recelo entre la gente. En la puerta principal de la Bombonera más de un millar de personas vivaban al club y a Román. Mi hermano está, mi hija mayor también.  Mientras, volví sobre mis pasos por las vías.

Seguía enojado con los de prensa y me di cuenta que me estaba perdiendo el momento. Es raro que una conferencia de prensa sea histórica. Esta lo fue. Macri quedó demasiado expuesto, aunque eso no le importe demasiado. No se logra dimensionar que para el hincha de fútbol hay fibras sensibles y sagradas que no pueden ser degradadas. El club suele estar por encima de las figuritas políticas. Román lo dejó en claro, cuando el lenguajes de ese hincha dijo que ni Ibarra ni Macri quieren a Boca.

Terminó la conferencia de prensa. Miró hacia el cielo de nuevo. Las paredes de la cancha me devuelven gritos de victorias heroicas y densas amarguras por aquello que no se dio. El clima está pesado, hay promesa de lluvia. Del otro lado, un grupo más que nutrido de personas putea a Macri con resonante justicia. Pequeñas victorias de la vida cotidiana.

Me voy. Antes de subir al auto, Don Juan se junta con otras figuras. Veo a los pibes del conventillo de Olavarría volver a casa llenos de felicidad y amor. Eso es La Boca, es Boca. Eso es el fútbol y es la vida. Nada de eso tiene precio, ese es su valor real, espiritual, profundo, popular. Yo también grito: ¡Mauricio Macri, la puta que te pario!

 

 

 

 

 

 

 

 

1/12/2023

 

 

 

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