*Por Guadi Calvo
Entre 2016 y 2017, era casi imposible imaginar un peor contexto para la minoría musulmana de Birmania conocida como rohingya, una comunidad cercana al millón setecientas mil almas, cuyo origen es una mezcla de etnias —árabes, mogoles y bengalíes— que se ha concentrado en el estado de Rakhine, también conocido como Arakan.
En ese momento, el gobierno democrático, dirigido desde las sombras por la premio Nobel de la paz Aung San Suu Kyi, ejecutaba contra ellos una operación que claramente tenía la intención de realizar una limpieza étnica, en la que participaban el Tatmadaw (ejército), junto a bandas paramilitares y miembros de comunidades religiosas budistas del país, enrolados en las diversas congregaciones fundamentalistas, sumados a simples campesinos que iban por la posesión de sus tierras.
Diversos y bien organizados pogroms se sucedían con frecuencia, donde eran constantes el incendio de sembradíos, el saqueo de viviendas, violaciones masivas de mujeres, ejecuciones sumarias, torturas y robos de todo lo que pudieran poseer. En verdad, nada de esto era nuevo, ya que, en menor escala, se estaba repitiendo lo que había sucedido desde siempre y que se acentuó a partir de la declaración de la independencia en 1948.
Los rohingyas siempre habían sido marginados, considerados extranjeros y perseguidos por pertenecer a una minoría religiosa, el islam, frente a la confesión budista, que representaba casi el noventa por ciento de la población. Sin derechos constitucionales de ningún tipo, a los rohingyas les estaba vedada la educación, el acceso a la salud; carecían de documentos, derechos de propiedad e incluso para casarse entre ellos —ya que los matrimonios mixtos estaban prohibidos— debían pedir permiso a las autoridades; e incluso para movilizarse fuera de sus aldeas, debían solicitar un salvoconducto.
Aquella escalada de 2016 obligó a cientos de miles de rohingyas a lanzarse al mar en búsqueda de otras tierras, mientras que cerca de un millón peregrinó hasta Bangladesh, estado vecino y de mayoría musulmana, en búsqueda de refugio.
El gobierno de la ex primera ministra, Sheikh Hasina, los hacinó en campamentos como el de Cox’s Bazar, donde, en las peores condiciones, se amontonaron hasta hoy en refugios improvisados armados con plásticos y hojas de palma, sin cloacas, ni agua, ni electricidad. Sometidos a altísimas temperaturas y las contingencias producidas por las temporadas de los monzones, y con una muy precaria atención médica, perduran desde entonces, dependiendo absolutamente para todo de la asistencia internacional.
Como decíamos más arriba, en 2016 y 2017, era difícil imaginar un peor contexto para esta comunidad. Sin embargo, a pesar de todo, unos seiscientos mil, entre los que volvieron o permanecieron en Birmania, hoy siguen padeciendo su condición, la cual se agravó en septiembre de 2021 con el estallido de la guerra civil que se libra entre la junta militar, que tomó el poder en febrero de ese año, y un sinnúmero de organizaciones etno-regionales que desangran el país. (Ver: Birmania, a orillas de un infierno).
Como era previsible, la guerra tampoco ha dejado de lado a los rohingyas y es justamente en el estado de Rakhine donde se ha montado uno de los frentes más activos contra la junta militar. En esta región, el Ejército de Arakan (AA), que forma parte de la poderosa Alianza de las Tres Hermanas junto al Ejército Nacional de la Alianza Democrática de Myanmar Kokang (MNDAA) y el Ejército de Liberación Nacional de Ta’ang (TNLA), lanzó la Operación 1021 en octubre de 2021, poniendo contra las cuerdas al Tatmadaw.
En los constantes combates que se producen en Rakhine, centenares de rohingyas están siendo víctimas del fuego cruzado. A principios del mes de agosto, más de doscientos de ellos murieron en cercanías de la ciudad de Maungdaw (estado de Rakhine) mientras escapaban de ataques combinados de artillería y drones, mientras que trescientos resultaron heridos. Los rohingyas intentaban llegar al río Naf, en la frontera entre Birmania y Bangladesh, donde son obligados a pagar importantes sobornos de uno y otro lado del cruce.
Según algunos sobrevivientes, los muertos pertenecían a un contingente de casi trece mil personas que escapaban de las aldeas en Maung Ni, Myoma Taung y Myoma Kayin, atacadas desde la tarde del día anterior. En la huida, los caminos quedaron sembrados de muertos y heridos, dado que la intensidad del fuego hizo imposible que puedan ser recogidos.
Insurgentes y el Tatmadaw se han acusado mutuamente del ataque, aunque, según algunos sobrevivientes, habrían sido los milicianos, en su mayoría budistas fanáticos, los responsables de esta nueva matanza. En el contexto de la guerra, aprovechan la movilización y la confusión para continuar sus pogroms contra las aldeas rohingyas, asesinando, incendiando sus viviendas y aplicando por la fuerza el reclutamiento de hombres jóvenes de la minoría musulmana.
Los sobrevivientes insisten en que una oleada de drones, que habrían despegado de una aldea tomada por los arakines, atacó repentinamente a los rohingyas desde muy baja altura. Muchos fueron sorprendidos a orillas del Naf cuando estaban intentando alcanzar embarcaciones que los cruzaran a Bangladesh. Incluso, muchos murieron ahogados cuando algunas de las balsas en las que se habían embarcado zozobraron por el exceso de pasajeros.
Uno de los portavoces del Ejército de Arakan comunicó que quienes murieron cuando intentaban huir a Bangladesh desde Maungdaw habían sido alcanzados por artillería del Tatmadaw, por considerarlos familiares de los insurgentes. Según fuentes del personal médico que actúa en Cox’s Bazar, en Bangladesh, muchas de las personas que habían atendido en los días posteriores a la llegada de los últimos refugiados presentaban heridas de armas de fuego.
Reclutamiento forzoso
Una manera de extender el genocidio contra el pueblo rohingyas son los reclutamientos forzosos que el Tatmadaw se han incrementado desde febrero último, secuestrando a miles de hombres y jóvenes de la etnia islámica en Rakhine. Realizando redadas nocturnas en sus aldeas y campamentos a lo largo del estado, tras lo que son amenazados con torturas e incluso la muerte de denegarse a alistarse.
Tras la incorporación, son enviados a campamentos militares por no más de diez días, por lo que la instrucción es mínima, para mandarlos enseguida a unidades desde donde parten hacia misiones extremadamente arriesgadas, a combatir contra los guerrilleros, con un gran entrenamiento y fogueados en tres años de guerra.
El Tatmadaw, para esos reclutamientos, se ampara legalmente en la Ley del Servicio Militar Popular de 2010, que obliga a todos los hombres de entre 18 y 35 años y las mujeres de entre 18 y 27 años, bajo pena de prisión de hasta cinco años, de negarse a cumplir con el servicio militar de dos años. Esta ley incluye a los rohingya, a pesar de no ser considerados ciudadanos birmanos, y no contar con ningún derecho constitucional.
Por su parte, el A.A. también ha incorporado de manera compulsiva a más de mil miembros de esa etnia, esperando agregar en los próximos meses unos cuatro mil más, aplicando el mismo método de reclutamiento obligatorio, brindándoles también escaso entrenamiento, por lo que se da la paradoja que en ambos bandos combaten integrantes de la comunidad rohingyas, al servicio de fuerzas que los han perseguido y negado a lo largo de la historia. Se ha conocido que cientos de rohingyas han sido encarcelados por negarse a cumplir con esa ley; sin conocerse si han sido incorporados al ejército o se encuentran en prisión.
Se conoció que, en estos últimos meses, bandas armadas han comenzado a operar en los campos de refugiados de Bangladesh, donde se estima hay cerca de un millón y medio de rohingyas, que secuestran a hombres y jóvenes, para trasladarlos nuevamente a Birmania, para incorporarlos en alguna de las fuerzas.
Como a ninguna de las dos fuerzas beligerantes en Rakhine le importa la suerte de estos reclutas, las bajas, entre estos, son significativas, ya que son utilizados en operaciones casi suicidas, con muy poco nivel de entrenamiento, desconociéndose la cantidad de muertos, ni el destino de sus cuerpos. Tanto de muertos y heridos, le es negada la información a sus familiares.
Con este marco, se constata que el genocidio del pueblo rohingyas continuará y no se va a detener hasta que finalmente consigan extinguirlos, porque sabemos que el destino para ellos siempre puede ser peor.
*Escritor y periodista argentino. Analista Internacional especializado en África, Medio Oriente y Asia Central. En Facebook: https://www.facebook.com/lineainternacionalGC.
27/8/2024