“Y nuestro gobierno se llama democracia,
porque la administración de la república no pertenece ni está en pocos sino en muchos”
(Pericles, siglo V a. de C.)
Como muchos y muchas recordarán, desde la recuperación de la democracia en 1983, cada jornada electoral en Argentina era vivida como una fiesta cívica. Quienes éramos niños en los 80’ y comienzos de los 90’, recordamos, por ejemplo, imágenes de adultos mayores vistiéndose de manera elegante para ir a emitir el sufragio.
Un gesto que simbolizaba el “tomarse en serio” un acontecimiento que, lamentablemente, estuvo prohibido en los tiempos oscuros de las dictaduras que padeció el país desde 1930. En la memoria colectiva se fueron instalando imágenes de ese tipo y también un dicho (repetido muchas veces con una sonrisa, elección tras elección por candidatos y candidatas ante la prensa): “esta es la fiesta de la democracia”.
Pero, tras más de 40 años de vigencia del Estado Democrático de Derecho, el clima que rodea a las compulsas propias del juego político democrático parece ser más bien otro. En un reciente artículo de opinión, tras las elecciones legislativas de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, dos electoralistas señalan:
“Una tendencia nacional: participación a la baja en elecciones locales. Las elecciones porteñas no fueron un caso aislado. Durante 2025 ya se habían realizado comicios provinciales en varias jurisdicciones que decidieron desdoblar sus elecciones locales de las nacionales, entre ellas Santa Fe, San Luis, Jujuy, Chaco y Salta. En todas ellas se registró una disminución en la participación electoral respecto de elecciones anteriores. Por ejemplo, en Santa Fe la asistencia cayó del 69,7% en 2021 al 55,4% en 2025 (con una cantidad de electores comparable a la de CABA); en San Luis del 77,3% al 59,4%; en Chaco del 66,1% al 52,1%; en Jujuy del 70,6% al 65%. Esta tendencia generalizada permite anticipar un patrón: cuando las elecciones locales no coinciden con las nacionales, la participación disminuye” (Tullio y Terrades, en La Nación, 21/05/2025).
Los mismos autores señalan dos factores más: la “ampliación del padrón con electores de baja participación” (un aspecto propio de las últimas elecciones porteñas) y el “clima político”, entendiendo por esto “el desinterés, el desencanto con la política o la falta de propuestas movilizadoras también pudieron haber influido en la decisión de muchos ciudadanos de no concurrir a votar” (Tullio y Terrades, 2025).
Excepto el segundo aspecto (los cambios en el padrón remiten a procedimientos de la administración electoral), que parece ser un aspecto local de la capital argentina, podemos suponer que el primer y el tercer aspecto son comunes en el plano nacional y subnacional. Así, mientras que el desacople de elecciones remite al menú de la manipulación electoral, como es el juego estratégico de los Gobernadores respecto al calendario electoral (adelantar o no las elecciones, hacerlas simultáneas o concurrentes) (Cf. Oliveros y Scherlis, 2004; Alles, 2011), según parte de las atribuciones que poseen en el marco del federalismo electoral argentino, el “clima político” es algo más al nivel del sistema político mismo
De hecho, más allá de alguna que otra denuncia mediática (la cual en general se desvanece tras las elecciones), los problemas no están en la gobernanza electoral. Como es sabido, cuando las cosas salen bien, es decir, cuando las elites y la ciudadanía saben quién ganó y quién perdió y hay “certidumbre institucional”, la gobernanza electoral hizo bien su trabajo y, por tanto, no es noticia (Cf. Mozaffar y Schedler, 2002; Escolar, 2010).
De manera entonces que, teniendo en cuenta lo señalado, la cuestión resulta ser más profunda: la tantas veces referida erosión del vínculo entre representantes y representados (no es casual que por estos días se recordara cuando “Clemente”, el recordado personaje de Caloi, había sacado más votos que muchos candidatos juntos, en el contexto de la crisis de 2001-2002, como expresión de un “voto bronca”).
En la época actual, signada por el individualismo rampante y las redes sociales, éstas se han convertido en un ámbito para verter gustos y disgustos, amores y desamores, según ese costado pasional constitutivo de la política. De manera entonces que no es extraño pensar que parte de la ciudadanía prefiera “manifestarse” en la virtualidad, es decir, en una realidad paralela, sin siquiera preocuparse por ir hasta el local de votación que le corresponde. Acaso aquí esté rondando la noción -posiblemente de manera reconfigurada en cada uno y cada una- que alguna vez expresó Roberto Gargarella refiriéndose al voto como una suerte de “piedra tirada contra una pared”.
Más allá o más acá del universo (paralelo) de las redes sociales, una suerte de “corte de los milagros” de la que hablara Victor Hugo en Notre-Dame de París (1830), no deja de ser atendible el impacto que en los sectores medios y populares vienen teniendo las erráticas políticas económicas implementadas desde hace más de una década. En un país donde a muchas familias les cuesta desde hace mucho tiempo poner un plato de comida sobre la mesa, donde muchos niños y jubilados padecen el abandono del Estado, y muchos jóvenes no avizoran un futuro prometedor, no resulta extraño que la dimensión formal o procedimental de la democracia tal vez les resulte muy lejana y hasta ineficaz.
No se trata de justificar esta perspectiva, sino de comprenderla.
Hace más de un siglo, cuando se discutía no la primera ley electoral argentina sino el primer Código Electoral Nacional, popularmente conocido como “Ley Saénz Peña” (Ley 8.871, de 1912), las elites partidarias sostenían que el sufragio debía ser obligatorio, de manera que los inmigrantes se involucraran en los asuntos públicos. En este sentido, la formación del gobierno a través del sufragio popular, es un caso eminente de una democracia constitucional. Por eso se decidió, como lo explicara Joaquín V. González, que el sufragio fuese un derecho político pero también un deber de cada ciudadano para con el país.
Tal era la confianza de aquella elite (mayoritariamente conservadora aunque no por eso poco lúcida) en el sufragio, que Migue Ángel Cárcano subtituló su biografía sobre Roque Sáenz Peña como La revolución por los comicios (1963).
Posiblemente esta imagen (idealizada) se haya desvanecido entre nosotros, a manos de lo que la democracia representativa adeuda en materia de calidad de vida de la población. Así, estaríamos ante un régimen donde, de hecho, el sufragio no es obligatorio, al punto de que casi nadie -vayan o no- cree realmente en las sanciones legales por no concurrir a votar.
En este contexto de cambio de época toca a las dirigencias dejar en un segundo plano las disputas mezquinas y cortoplacistas y volver a “enamorar” al “soberano”. Una sociedad que desde hace mucho tiempo anhela justicia y paz, merece que la democracia vuelva a ser una “fiesta” cívica, expresión de lo que Jürgen Habermas denominara como “solidaridad ciudadana” (2004). Del orgullo de Pericles en su célebre “oración fúnebre” en la democracia directa ateniense, pasamos a la famosa súplica del Presidente Lincoln: “Y que el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, no desaparecerá de la faz de la tierra” (Gettysburg, 1863).
*Doctor en Ciencia Política. Profesor universitario.
26/5/2025
