Por Gustavo Ramírez
“No me dejen sola”, clamó la madre de Lucas González a pesar del dolor que la envuelve, la asfixia y la desconsuela. Ese llamado nos interpela a todos como sociedad más allá de los análisis racionales que se puedan hacer en este momento. La violencia se vuelve a manifestar de la manera más despiadada y nos remite a los peores tiempos que ha vivido este país.
La estigmatización de los jóvenes de los barrios humildes, a través de campañas político-mediáticas, la instalación del discurso proselitista punitivo en boca de exegetas de la Dictadura, el recursos de la política disciplinadora en el ámbito educativo y la constante diatriba de violencia extrema que expresan periodistas mercenarios y políticos-políticas del régimen neocolonial, ponen en vilo constante la vida de los chicos y chicas de las barriadas humildes.
La policía no se rige por parámetros idealizados del bien o mal. La formación ideológica institucional consigna al “civil” como un elemento potencialmente peligroso para el orden social, al que ni siquiera adhieren de manera consciente. Los agentes, sobre todo de la policía de la Ciudad, ven a la población en general como a su enemiga. Este medio lo registro años atrás, cuando asistíamos al permanente mal trato al cual eran y son sometidos, por ejemplo, las y los trabajadores de la vía pública.
Una de las mayores deudas de la democracia tiene que ver con la refundación de una fuerza que replica los vicios mortales de la Dictadura. Sus cuadros suelen aborrecer a la democracia y odiar a la clase trabajadora. Reprimir no es un trabajo, así como matar no es un “deber”. A esto, hay que sumarle la gestación de la sociedad paranoica. Donde el discurso de la “inseguridad” borra las fronteras del derechos social e impone la barbarie de la imposición punitiva, que esconde detrás un negocio magnifico para las empresas de seguridad privada, al mismo tiempo que propicia el control social como distinción del orden.
El quebrantamiento histórico de la comunidad organizada, donde el trabajo era el eje vertebrador de la cohesión social, astilló el tejido comunitario pulverizando el sentido moral del valor de convivencia en sociedad. Constantemente la violencia es naturalizada por actores sociales que celebran que un policía mate por la espalda. Esta perspectiva altera toda esencia de la cuestión social en la medida que la vida de los más humildes carece de sentido para la élite oligárquica.
El asesinato en de Lucas González en manos de oficiales de la policía de la Ciudad, no perteneces al ámbito de la estadísticas ni es un hecho aislado. Es un acontecimiento que se inscribe en un curso lineal a partir de un diseño de muerte pergeñado y llevado a la práctica por agentes esquizofrénicos que, insistimos, ven a los sectores sociales humildes como a una amenaza. Estos son los principios que nos rigen desde 1890, cuando los vencedores de la lucha interna se pusieron de rodillas ante el amo en nombre de una falsa civilización.
No hay manera de encontrar consuelo par los allegados a Lucas. Somos víctimas que busca su propia supervivencia aun a costa de la vida de los nuestros. Lo peor que podemos hacer es naturalizar este hecho sin que caiga sobre la fuerza el mayor castigo. Es la misma fuerza que se cuadró para sostener un andamiaje de espías, la que protegió a los miembros de la Unidad de Control del Espacio Público que apaleaba a gente en situación de calle. Es la policía que reprimió trabajadores que protestaban contra la precarización laboral. Es la fuerza de las bestias.
“No me dejen sola”. Si abandonamos a la madre de Lucas vamos a dejar solos a nuestros pibes y pibas y vamos a aceptar lo que nosotros mismos tolerábamos en la calle cuando se había recuperado la democracia y el gobierno de Alfonsín permitía las razias en los barrios más humildes de la ciudad y del país.
No dejemos solo a Lucas.
19/11/2021