Por Gustavo Ramírez
El disco salió el año en el que nací: 1971. Recién los descubriré a mediados del 82. Si por entonces me daba la impresión de que el rock argentino era áspero, crudo e inquebrantable como el invierno marplatense, la Biblia de Vox Dei me dio , con el tiempo, una perspectiva diferente. La música era algo más, el rock tenía mucho para decir y, en el fondo, sabía que ciertas piezas iban a caminar conmigo a lo largo del tiempo.
Tommy de los Who o The Wall de Pink Floyd se convirtió en esos discos conceptuales que señalaron una ruta. Sin embargo, los Vox Dei nos situaron. Llevaron lo conceptual un poco más allá, sobre todo porque, después de los ’70, no estaba del todo claro si valía la pena creer en algo. Una generación perdida había perdido el gusto por la fe. No obstante, este disco representó una ruptura con lo que podíamos escuchar a aquellos que, en los ’80, éramos adolescentes.
El viejo llegó en junio del 82 con La Biblia. Yo era demasiado pibe para entender ciertas cosas, pero él compartía conmigo esa pasión por la música. Un gusto que adoptaría con beneplácito y ya no abandonaría. Así que ese invierno, estábamos los dos solos en casa. Entonces el gran Hitachi hizo su trabajo: “Cuando todo era nada, él era el principio y de la noche hizo luz”, y el rock se convirtió en algo nuestro. argentino.
Es cierto, la música es como el vino o la cerveza. Uno y el momento. Ahora, no es menos cierto que La Biblia de Vox Dei podía romperle el mate a un pibe que se peleaba con la vida en el momento preciso que dejaba atrás la infancia para adentrarse en la adolescencia. Mucho tiempo después, este disco se convirtió en el primer casete de mi colección. Lo escuchaba una y otra vez, en la pieza de terraza, de la casa que mi vieja y mis abuelos alquilaban en La Boca, ya separados de Alberto.
Me decía a mí mismo que era un disco para escuchar en invierno. En esas tardes mansas donde uno cree que el mundo se aquieta y no pasa nada, y entonces se deja llevar por lo que escucha. “¿De dónde traes a ese niño, de dónde lo traes? Dímelo, río”. Ahí está la imagen que no me suelta: El río y la música. El agua y la roca. Lo que corre entre la pasión y los días. Es cierto, nunca dejé que nada de eso me suelte.
Ahora, sentado frente a la computadora, escribiendo esta nota tras enterarme de la muerte de Willy Quiroga, rememoro momentos que su música me acerca. Los fantasmas de vidas pasadas sonríen desde el fondo del tiempo, se quedan ahí y yo tecleo en la ruidosa máquina de escribir versos que no verán la luz y que todavía descansan en un cajón.
En estos tiempos donde todo parece efímero, el viejo rock resulta una isla de paz. Tanto ruido enloquece a cualquiera. La renovación está en el pasado, sobre todo porque el presente que fue futuro no trajo consigo ninguna sorpresa agradable. Sí, “vengo de muy lejos a vivir aquí”, en este presente prestado donde lo bueno ya no parece tan tangible pero aún persiste. Es cierto, es buscar lo que es nuestro, una promesa que tenemos que cumplir. Está claro, tenemos que vencer a Goliat.
Esto no es todo, querido Willy, queda mucho por tocar todavía. Después de todo, este es el mundo del hombre.
21/11/2024