*Por Néstor Borri
¡Aullando entre relámpagos,
perdido en la tormenta
de mi noche interminable,
¡Dios! busco tu nombre…
No quiero que tu rayo
me enceguezca entre el horror,
porque preciso luz
para seguir…
Tormenta, Enrique Santos Discépolo
Está el problema de lo que ardía en este hombre. Por eso nos conmueve todavía, al menos a algunos. Se ha dicho que estaba entre dos fuegos, y todos lo estamos y más en ese tiempo que le tocó.
Pero lo que ardía era él.
Él, uno, escuchando a los empleados y entonces “sirvientes” de su familia rica llorando y lamentándose por la muerte de Perón. Como si hubiera sido testigo de una conversación de Emaús, esa que sucede después del Gólgota entre llantos. Pero que quizás no encontró, como la del relato evangélico, su final de pan compartido y ojos que ven cómo era la cosa. Puede ser que en ese momento él, uno, estuviera llamado a acompañar ese camino de revisión de la historia.
Él, uno, cruzando su Jordán o su Mar Rojo, que podría ser la Avenida Libertador, entre la Recoleta del tenis y los palacetes y la villa de las chapas y el pobrerío que lo conmovió. Porque su zarza ardiente, todo indica, la vio del otro lado: fue hasta ella desde el principio, y hasta el fin.
Él, uno, viendo, puede ser, en Paris en el 68, que algo se movía y fascinaba, que algo crujía, pero con destino incierto. Y probablemente le dieron ganas en ese tiempo, de regresar a la Argentina del tango y el peronismo, donde la revolución era otra cosa.
Él, uno, siendo cura de campera, pintón y consagrado, conectando mundos de arriba y de abajo, porque al fin y el cabo así había sido su vida. Él, uno, en el avión con el General, de regreso. Testigo y protagonista de una segunda venida, fascinante y tremenda, como acompañando las esperanzas y los sufrimientos de dieciocho años, multiplicados por mil caras y suspiros, magnificados por el recuerdo, amplificados por la lucha, engarzados en una fase del mundo y de la historia donde algo hervía, y quizás se quemaba.
Él, uno, sin miedo a asesorar las cosas concretas, el reparto del pan alguien lo tenía que hacer, cerca de Dios y de los pobres, y cerca también si hiciera falta del Brujo si era lo que tocaba. Tomando distancia, sí, pero solo después de arriesgar. Lo suyo no era la pureza.
Él, uno, en los debates de su momento: la lucha armada, el General que pedía la unidad de todos, los jacobinos y vanguardistas, las revistas políticas y las tensiones, los análisis y las posiciones, tomando la palabra y tomando partido. En medio del ciclón.
Él, uno, cayendo bajo las balas. Después de dar misa, en su propia hora de la luz que siempre sucede en las tinieblas.
…
El, uno: nos conmueve o nos interpela la figura de un argentino que no tuvo miedo a la tormenta del mundo que le tocó. En medio de un pueblo lleno de esperanza que buscaba el camino que los sueños prometieron a sus ansias.
….
Cincuenta años después de su muerte la figura del Padre Carlos nos encuentra con la necesidad de recrear y ampliar nuevas figuras de militancia y compromiso. La vida entregada hasta el final de un modo que no se inscribe fácilmente el modelo soldadesco y vanguardista que fue derivando.
La doble necesidad de revisar las derivas de los paradigmas militantes de los 70, por un lado, y de indagar otros tiempos y memorias con sus respectivos perfiles y propuestas de figuras militantes, ponen a Mugica, con su halo de santidad – o sea, de modelo de integridad en el conflicto- y con su entrega hasta el final -con el desprendimiento y lo dado mucho más en el centro que lo adquirido y esperado.
La militancia de la entrega frente a la militancia de la identidad y lo que ha de conseguirse. Ahí, su figura se vuelve una figura ética, política y práctica. Viendo hoy como vemos, el modo en que el nihilismo cunde a derecha e izquierda, arriba y abajo de la sociedad. Y que también toma a la herencia peronistas tanto en su formato progresista como en su formato programático, se nos parece este hombre que cree.
Sin filosofías complicadas o exóticas: cree en la fe habitual, es un cura clásico en ese sentido. Cree personal, comunitaria e históricamente. El punto de inserción o cruce, el punto de fuente y encuentro del peronismo con el cristianismo vuelve a estar en juego no porque haya que recurrir a los emblemas identitarios de la nación católica y el pueblo pobre y creyente, sino porque los límites del nihilismo puritano o fanático están a la vista. Incluso en su eficacia a tope, se ven los límites. Por lo demás, se ve su vacío, como es lógico, en los relativismos que llevan al discurso sin decisión.
Carlos había visto el agalma de su gente: la joya secreta, la zarza ardiente, y eso le daba un punto de vista tal que le permitía estar donde hubiera que estar- en la villa o en el avión, en el ministerio del altar o en el de López Rega, en el de los universitarios o en el de los más pobres.
Teniendo a la vista – y adentro- lo que realmente brillaba e importaba- podía ir más allá de cualquier escena, trascender todo purismo. Estar donde fuere, donde tocara, cuando se requiriera: cualquier sitio e interacción, por la certeza y más que nada el deseo de estar en el lugar y el momento correcto, donde debía estar. “con ellos, a la hora de la luz”.
La figura está disponible. Sigue funcionando. Genera todavía controversia. Sobre su nombre y su historia se hacen también pretendidos operativos de purificación: “fue cura y estuvo con los pobres, no fue político”. Cosa que desmienten los mismos motivos por los cuales lo recordamos: era cura y lo mataron, pero si solo hubiera sido cura probablemente lo tendríamos hoy octogenario recodando el mismo aquellos años.
Al mismo tiempo, no es claro que sea la única o incluso la mejor figura a “imitar” hoy. No se puede clonar. No se puede estirar una metáfora, un modelo. Pero puede inspirar. Si somos capaces de pensarlo y sentirlo, de entenderlo en su época, en su lucha cruel y mucha, en su empecinamiento y si somos capaces también de perfilar sus angustias y sus dudas, donde seguramente encontraremos su humanidad, su ser político y espiritual real y, más que nada, la fuente de sus mejores certezas o, para decirlo mejor, de su fe.
La tensión y la decidida impureza, el cruce de fronteras con la misma campera o el mismo hábito son las claves de Carlos. La integridad cambiante de la llama en medio de la tormenta. Que nos caliente con su luz, que nos recuerde que hay con quien estar a la hora decisiva, que nos haga arder un poco también. Porque la tormenta sigue o ha vuelto, o hay una nueva, en el mundo y en la patria y en las almas. Pero también sigue la llamarada.
*Nota publicada originalmente en Factor Francisco. Centro Nueva Tierra.