*Por Aníbal Germán Torres
“Las instituciones públicas deben conformar toda la sociedad humana a las exigencias del bien común, o sea, a la norma de la justicia social, con lo cual ese importantísimo sector de la vida social que es la economía no podrá menos de encuadrarse dentro de un orden recto y sano”
(Pío XI, QA 110)
“Conmemoramos un momento que ha marcado nuestra historia común” (“Momentum memoramus quod historiam communem notavit…”, según nuestra libre traducción). Así comenzó el Papa Francisco su trascendente discurso en el 10° aniversario de sus encuentros con los movimientos populares. La cita tuvo lugar el pasado 20 de septiembre, en el Palacio de San Calixto, donde -entre otras dependencias vaticanas- funciona el Dicasterio para el Desarrollo Humano Integral de la Santa Sede.
Como dijo allí el Pontífice, “la justicia social es una expresión creada por la Iglesia”. En efecto, cabe recordar que, más allá de las experiencias del llamado constitucionalismo social que diera el soporte jurídico-institucional al llamado Estado Social de Derecho o lo que luego serán los debates a partir de la publicación de la Teoría de la Justicia de John Rawls (1971), fue Pío XI quien incluyó a la justicia social como “el principio rector de la economía (…) en el orden social-jurídico (…) cuya alma debe ser la caridad social”. Estas son palabras de Gerardo Farrell (1994: 84), gran estudioso de la Doctrina Social de la Iglesia (DSI), quien remitía al número 88 de la segunda encíclica del Magisterio Social Pontificio: Quadragesimo Anno (1931), “Sobre la restauración del orden social en perfecta conformidad con la ley evangélica al celebrarse el 40º aniversario de la encíclica ‘Rerum Novarum’ de León XIII”.
Resulta pertinente recordar íntegramente ese parágrafo sobre el cual Farrell llamaba la atención:
“Restauración del principio rector de la economía
Queda por tratar otro punto (…) Igual que la unidad del cuerpo social no puede basarse en la lucha de ‘clases’, tampoco el recto orden económico puede dejarse a la libre concurrencia de las fuerzas. Pues de este principio, como de una fuente envenenada, han manado todos los errores de la economía ‘individualista’, que, suprimiendo, por olvido o por ignorancia, el carácter social y moral de la economía, estimó que ésta debía ser considerada y tratada como totalmente independiente de la autoridad del Estado, ya que tenía su principio regulador en el mercado o libre concurrencia de los competidores, y por el cual podría regirse mucho mejor que por la intervención de cualquier entendimiento creado.
Mas la libre concurrencia, aun cuando dentro de ciertos límites es justa e indudablemente beneficiosa, no puede en modo alguno regir la economía, como quedó demostrado hasta la saciedad por la experiencia, una vez que entraron en juego los principios del funesto individualismo. Es de todo punto necesario, por consiguiente, que la economía se atenga y someta de nuevo a un verdadero y eficaz principio rector. Y mucho menos aún pueda desempeñar esta función la dictadura económica, que hace poco ha sustituido a la libre concurrencia, pues tratándose de una fuerza impetuosa y de una enorme potencia, para ser provechosa a los hombres tiene que ser frenada poderosamente y regirse con gran sabiduría, y no puede ni frenarse ni regirse por sí misma.
Por tanto, han de buscarse principios más elevados y más nobles, que regulen severa e íntegramente a dicha dictadura, es decir, la justicia social y la caridad social. Por ello conviene que las instituciones públicas y toda la vida social estén imbuidas de esa justicia, y sobre todo es necesario que sea suficiente, esto es, que constituya un orden social y jurídico, con que quede como informada toda la economía. Y la caridad social debe ser como el alma de dicho orden, a cuya eficaz tutela y defensa deberá atender solícitamente la autoridad pública, a lo que podrá dedicarse con mucha mayor facilidad si se descarga de esos cometidos que, como antes dijimos, no son de su incumbencia” (QA 88).
Luego de este gran Papa, quien escribió dicha encíclica con posterioridad al crack de Wall Street, tomando distancia tanto de la respuesta liberal como socialista a la crisis del capitalismo, no es casual que la Doctrina Social de la Iglesia siguiera desarrollando la noción de justicia social. Así, en el Compendio de DSI, encargado por San Juan Pablo II y publicado en 2004, podemos leer 17 alusiones a dicho concepto. Repasamos algunas de ellas: “Gran parte de la enseñanza social de la Iglesia, es requerida y determinada por las grandes cuestiones sociales, para las que quiere ser una respuesta de justicia social” (Compendio DSI 81, cursiva en el original).
En los numerales 99 y 107 se refiere a que el concepto fue utilizado, por ejemplo, por San Pablo VI -al hablar de “justicia social internacional”– y -como ya vimos- por Pío XI, respectivamente. El numeral 201 es significativo, pues presenta una definición del concepto:
“La justicia es un valor que acompaña al ejercicio de la correspondiente virtud moral cardinal. Según su formulación más clásica, «consiste en la constante y firme voluntad de dar a Dios y al prójimo lo que les es debido». Desde el punto de vista subjetivo, la justicia se traduce en la actitud determinada por la voluntad de reconocer al otro como persona, mientras que desde el punto de vista objetivo, constituye el criterio determinante de la moralidad en el ámbito intersubjetivo y social. El Magisterio social invoca el respeto de las formas clásicas de la justicia: la conmutativa, la distributiva y la legal. Un relieve cada vez mayor ha adquirido en el Magisterio la justicia social, que representa un verdadero y propio desarrollo de la justicia general, reguladora de las relaciones sociales según el criterio de la observancia de la ley. La justicia social es una exigencia vinculada con la cuestión social, que hoy se manifiesta con una dimensión mundial; concierne a los aspectos sociales, políticos y económicos y, sobre todo, a la dimensión estructural de los problemas y las soluciones correspondientes” (Compendio DSI 201, cursiva en el original).
Más adelante se hace una afirmación contundente:
“El bienestar económico de un país no se mide exclusivamente por la cantidad de bienes producidos, sino también teniendo en cuenta el modo en que son producidos y el grado de equidad en la distribución de la renta, que debería permitir a todos disponer de lo necesario para el desarrollo y el perfeccionamiento de la propia persona. Una justa distribución del rédito debe establecerse no sólo en base a los criterios de justicia conmutativa, sino también de justicia social, es decir, considerando, además del valor objetivo de las prestaciones laborales, la dignidad humana de los sujetos que las realizan. Un bienestar económico auténtico se alcanza también por medio de adecuadas políticas sociales de redistribución de la renta que, teniendo en cuenta las condiciones generales, consideren oportunamente los méritos y las necesidades de todos los ciudadanos” (Compendio DSI 303, cursiva en el original).
Y también se señala “Los sindicatos son propiamente los promotores de la lucha por la justicia social, por los derechos de los hombres del trabajo, en sus profesiones específicas: «Esta “lucha” debe ser vista como una acción de defensa normal “en favor” del justo bien; […] no es una lucha “contra” los demás»”, junto con afirmar que “el libre intercambio sólo es equitativo si está sometido a las exigencias de la justicia social” (Compendio de DSI 306 y 366, cursiva en el original).
La Doctrina Social de la Iglesia hasta antes de Francisco: posicionamiento público según la evolución de la “cuestión social”
Es pertinente que recordemos que la DSI, que se podría denominar también como “Escuela Vaticana” (según propuso el periodista argentino Jorge Fontevecchia en 2022), pertenece, epistemológicamente, al campo de la teología moral social. Es decir, es teología (discurso –logos– sobre Dios y su Creación), no ideología, es decir, “la lógica coactiva de la idea” (según Hannah Arendt) que ensalza a los ídolos. En este sentido, cabe señalar que la DSI surgió en 1891 con León XIII, a partir de la publicación de su célebre encíclica Rerum Novarum.
Como cada texto tiene su contexto, puesto que lo contrario sería un pre-texto, cabe recordar que este pronunciamiento desde el más alto nivel del Magisterio de la Iglesia, se dio como respuesta a la llamada “cuestión social”, producto de las consecuencias sociales que iba dejando la Revolución Industrial, sobre todo en los países de un capitalismo avanzado para la época. De esto da cuenta esa monumental novela social que es Los Miserables, de Victor Hugo (1862). Desde aquel momento y hasta 1958, año del fallecimiento de Pío XII, la cuestión social (y con ella la DSI) tuvo un carácter marcadamente socio-económico. Además, su método partía de lo deductivo hacia lo empírico.
En los pontificados de Juan XXIII y Pablo VI, no sólo tocó responder a la expansión de la cuestión social a escala planetaria, sino también a un giro metodológico: de lo empírico a lo deductivo, o, como lo plasmará San Juan XXIII en el número 236 de la encíclica Mater et Magistra, el método ver, juzgar, actuar. Es decir, partimos de la realidad tal como es, no de las ideas que tenemos sobre ella. La renovación que supuso el Sacrosanto Concilio Vaticano II y su llamamiento a discernir los “signos de los tiempos” (GS 4, 11 y 44) enfatizó esa reorientación pastoral.
Ahora bien, en esta etapa, si pensamos por ejemplo tanto en los convulsionados años 60’ y 70’ (con las protestas de trabajadores y estudiantes, como el Mayo Francés o el Cordobazo en Argentina o los reclamos por los derechos civiles en Estados Unidos, también con el movimiento de descolonización en África y Asia), el mundo estaba partido en cuatro bloques: el capitalismo en Occidente, el comunismo en Oriente y, a la vez, una línea más sutil pero real que separaba al Norte desarrollado del Sur subdesarrollado. O, dicho en categorías de parte de la teología y la filosofía surgida en y desde América Latina, el Sur dependiente, cuyos pueblos anhelaban la liberación del dominio de los centros de poder del Norte.
En este contexto se expandirá por todo el mundo la obra de amor en acción, amor operante, de una pequeña-inmensa mujer, la Madre Teresa de Calcuta, con su labor entre “los más pobres de los pobres”. A poco tiempo de fallecer, en 1997, se dijo de ella con toda justicia:
“Murió, y vivió sus últimos años, encorvada hacia la tierra; no era sólo la vejez, fue la sedimentación del gesto de su vida entera: inclinarse para dar, bajarse para encontrar a los que quedaban ‘tirados’ sobre la tierra, excluidos diríamos hoy; quizá lo hacía porque sobre la tierra, en los más pobres entre los pobres, ella encontraba el cielo. Lo irrefutable de su fe no fue lo que la fe tiene de invisible, de promesa, fue lo que la fe tiene de realidad, lo que ella misma, a través de esa fe, realizó. Lo que esa obra reveló (…) Hombre a hombre, dolor a dolor, fue su camino hacia siempre, hacia Dios. Nos enseñó con ésa, su vida, algo tan simple como radical: se puede” (Hugo Mujica, en “Madre bondad”, 2000).
A partir de la elección de Juan Pablo II en 1978, la Doctrina Social de la Iglesia se preocupará por los fundamentos antropológicos de los problemas de la cuestión social. Para el Papa polaco, la preocupación estaba en corregir la visión que de la persona humana nos legó la modernidad, valorando la infinita dignidad del hombre y la mujer, en tanto imago Dei. Por eso, en la única encíclica dedicada íntegramente al trabajo, Laborem exercens (1981), se destaca el carácter subjetivo del trabajo (quié produce) por sobre el carácter objetivo (lo que se produce). Es decir, la persona del trabajador (portador de derechos fundamentales) se pone en el centro y participa del misterio de creación y de redención.
Para San Juan Pablo II, “…el trabajo humano es una clave, quizá la clave esencial, de toda la cuestión social, si tratamos de verla verdaderamente desde el punto de vista del bien del hombre. Y si la solución, o mejor, la solución gradual de la cuestión social, que se presenta de nuevo constantemente y se hace cada vez más compleja, debe buscarse en la dirección de «hacer la vida humana más humana», entonces la clave, que es el trabajo humano, adquiere una importancia fundamental y decisiva” (LE 3).
Con la caída del Muro de Berlín en 1989 parecía que la historia llegaba a su fin, según se había vaticinado equívocamente. Si bien reconocía la nueva realidad, signada por el triunfo de la economía de mercado, la Doctrina Social de la Iglesia no dejaría de advertir sobre los peligros de convertir en ídolos al mercado y al dinero. Muestra de este infausto devenir fue el estallido de la burbuja financiera en 2007-2008, que merecería la honda reflexión de Benedicto XVI reimpulsando la necesidad de un desarrollo humano integral, con su encíclica Caritas in Veritate (2009), evocando la encíclica Populorum Progressio de Pablo VI (1967).
Francisco: la importancia de la fraternidad y la organización comunitaria de los excluidos, garantía de la justicia social
Farrell llegó a advertir lúcidamente el giro antropológico del Magisterio Social Pontificio. Sin embargo, a partir de Benedicto XVI y, sobre todo, con Francisco, esta tercera etapa de la DSI podría caracterizarse además como ecológica y fraternal, según propone el teólogo Agustín Podestá Brignole. Coincido con esto y, según entiendo, para el actual Papa la paz es fruto de la fraternidad y la organización comunitaria. Aclaro que en esto hay continuidad y cambio respecto a sus predecesores: para Pío XII, elegido prácticamente en las puertas del estallido de la Segunda Guerra Mundial, el lema era Opus iustitiae pax (“La paz, obra de la justicia”).
Para Juan Pablo II, como quedó plasmado en la publicación del Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, la consigna era Opus solidaritatis pax (“La paz, obra de la solidaridad”; Compendio DSI 102). A partir del actual Magisterio Social Pontificio, podemos decir entonces que Francisco retoma estos postulados pero los actualiza en clave de fraternidad y organización comunitaria, en tanto garantía de la justicia social para una “democracia integral”(representativa y participativa, formal y sustancial), como instaba Juan Carlos Scannone, sj.
Desde su elección en 2013, el Santo Padre nos expresa la centralidad que para él tienen los pobres. Lo manifiesta el mismo nombre que eligió, por primera vez en la historia del Papado: Francisco, por il poverello de Asís, el Alter Christus (Otro Cristo), de cuyos místicos estigmas se están cumpliendo 800 años. Con su nombre, Francisco de Roma expresa programática y pastoralmente que se hace cargo de la opción preferencial por los pobres, según la intuición profética (e incluso martirial) de la Iglesia en América Latina, a partir de las Conferencias de Medellín (1968) y Puebla (1979), pero -como ha señalado en reiteradas ocasiones la reconocida teóloga Emilce Cuda-, el Papa agrega a esta opción la preposición “con”.
Es decir, optar con los pobres es optar por los migrantes y refugiados, los descartados, los trabajadores mal remunerados y con derechos vulnerados, las mujeres y los niños abusados, los presos, etcétera. En definitiva, aquellos a quienes la sociedad hedonista, consumista y exitista, considera como descartados, como los leprosos de nuestro tiempo. Por eso, en Evangelii Gaudium (2013) Francisco toma nota de la delicada realidad actual:
“Se considera al ser humano en sí mismo como un bien de consumo, que se puede usar y luego tirar. Hemos dado inicio a la cultura del «descarte» que, además, se promueve. Ya no se trata simplemente del fenómeno de la explotación y de la opresión, sino de algo nuevo: con la exclusión queda afectada en su misma raíz la pertenencia a la sociedad en la que se vive, pues ya no se está en ella abajo, en la periferia, o sin poder, sino que se está fuera. Los excluidos no son «explotados» sino desechos, «sobrantes»” (EG 53).
Y más adelante plantea, según entiendo, la mejor formulación de toda la Doctrina Social de la Iglesia en la opción preferencial por y con los pobres:
“Para la Iglesia la opción por los pobres es una categoría teológica antes que cultural, sociológica, política o filosófica (…) Esta preferencia divina tiene consecuencias en la vida de fe de todos los cristianos, llamados a tener «los mismos sentimientos de Jesucristo» (Flp 2,5). Inspirada en ella, la Iglesia hizo una opción por los pobres entendida como una «forma especial de primacía en el ejercicio de la caridad cristiana, de la cual da testimonio toda la tradición de la Iglesia». Esta opción —enseñaba Benedicto XVI— «está implícita en la fe cristológica en aquel Dios que se ha hecho pobre por nosotros, para enriquecernos con su pobreza». Por eso quiero una Iglesia pobre para los pobres. Ellos tienen mucho que enseñarnos. Además de participar del sensus fidei, en sus propios dolores conocen al Cristo sufriente. Es necesario que todos nos dejemos evangelizar por ellos. La nueva evangelización es una invitación a reconocer la fuerza salvífica de sus vidas y a ponerlos en el centro del camino de la Iglesia. Estamos llamados a descubrir a Cristo en ellos, a prestarles nuestra voz en sus causas, pero también a ser sus amigos, a escucharlos, a interpretarlos y a recoger la misteriosa sabiduría que Dios quiere comunicarnos a través de ellos” (EG198).
Esta opción del Papa, y con él de toda la Iglesia (excepto de quienes lo critican malintencionadamente), será reforzada en el actual Magisterio Social Pontificio, al cual Cuda considera atinadamente una obra maestra, como una pintura de Da Vinci, un mural de Diego Rivera o una intervención de Marta Minujín: en Evangelii Gaudium Francisco nos dice que “esta economía mata” (Cf. EG 53), en Laudato Si’ nos plantea que está aconteciendo una crisis civilizatoria socio-ambiental, que demanda escuchar el clamor de la tierra y el clamor de los pobres (Cf. LS 49).
Pero es en Fratelli Tutti donde propone, en una lectura no acrítica de los postulados de la Revolución Francesa (Cf. FT 103), tanto una “fraternidad abierta” (FT 1) como una “fiesta de fraternidad social” (FT 110). Junto con ratificar que para la Doctrina Social de la Iglesia “el gran tema es el trabajo” (FT 162, en continuidad con LE 3), alienta, una vez más, a los movimientos populares, a los que considera “poetas sociales”, protagonistas de “un desarrollo humano integral” (FT 169).
¿Y la justicia social? En esos documentos, el término aparece escasas veces: solamente una vez en Evangelii Gaudium, para decir “nadie puede sentirse exceptuado de la preocupación por los pobres y por la justicia social” (EG 201), también una vez en Laudato Si’, como “justicia distributiva” (LS 157), y en Fratelli Tutti aparece en una cita expresa a Paul Ricoeur, quien decía “no hay de hecho vida privada si no es protegida por un orden público, un hogar cálido no tiene intimidad si no es bajo la tutela de la legalidad, de un estado de tranquilidad fundado en la ley y en la fuerza y con la condición de un mínimo de bienestar asegurado por la división del trabajo, los intercambios comerciales, la justicia social y la ciudadanía política” (cit. en FT 164).
Y si tomamos quizás el discurso más recordado dirigido a los movimientos populares, el de Santa Cruz de la Sierra (en el marco de su visita pastoral a Bolivia, en 2015), el Papa solamente usó una sola vez la expresión: “Ustedes, desde los movimientos populares, asumen las labores de siempre motivados por el amor fraterno que se revela contra la injusticia social”.
Es verdad que en una hermenéutica armónica de dichos textos, la expresión aparece implícitamente en otros apartados. Pero en cuanto a referencias explícitas se refiere, el discurso del pasado 20 de septiembre constituye una auténtica novedad, casi una pequeña encíclica social, puesto que como nunca antes el Papa aludió expresamente a la justicia social en reiteradas ocasiones (10 veces, si contamos también cuando habló de la “injusticia social”).
Desde el discernimiento evangélico comunitario, el Santo Padre señaló la oposición polar (tan característica en él, desde su lectura de Romano Guardini) justicia social versus desolación y violencia:
“Si no hay políticas, buenas políticas, políticas racionales y equitativas que afiancen la Justicia Social para que todos tengan tierra, techo y trabajo, para que todos tengan un salario justo y los derechos sociales adecuados, si no hay esto, la lógica del descarte material y el descarte humano se va a extender dejando a su paso violencia y desolación. O es la armonía de la justicia social o es la violencia después de la desolación. Lamentablemente, muchas veces son precisamente los más ricos los que se oponen a la realización de la justicia social o la ecología integral por pura avaricia”. Además, unió la justicia social al “amor” y a la “compasión” (Francisco, 20/09/2024).
A los críticos que dicen que la DSI o “Escuela Vaticana” (corpus que lleva más de 130 años de desarrollo) pone más el acento en la distribución que en la generación de riqueza, Francisco (en continuidad con sus predecesores) corrige desde el Evangelio la distorsión antropológica que conlleva el paradigma tecnocrático hegemónico:
“No tengo yo el monopolio de la interpretación de la realidad social (Cf. EG 184 y OA 4). Escucho. Tampoco tengo la bola de cristal (y no existe ninguna bola de cristal mágica, esas son estafas). Sí veo una cosa que me preocupa: que avanza una forma perversa de ver la realidad, una forma que exalta la acumulación de riquezas como si fuera una virtud. Les digo: no es una virtud, es un vicio. Las riquezas son para compartir, para crear, para fraternizar. Acumular no es virtuoso, no es virtuoso, distribuir sí lo es. Jesús no acumulaba, sino que multiplicaba y sus discípulos distribuían. Recuerden que Jesús nos dijo: ‘No acumulen tesoros en la tierra, donde la polilla y la herrumbre los consumen, y los ladrones perforan las paredes y los roban. Acumulen, en cambio, tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni herrumbre que los consuma, ni ladrones que perforen y roben. Allí donde esté tu tesoro, ahí también estará tu corazón’” (Francisco, 20/09/2024).
Para el Papa, en el actual contexto de injusticia social y de la criminal Tercera Guerra Mundial “en partes”, urge entonces construir puentes de fraternidad (fundada en la filiación divina), asumiendo que “la vida en común” se estructura “en torno a comunidades organizadas” (FT 264). Porque “Si el pueblo pobre no se resigna, el pueblo se organiza, persevera en la construcción comunitaria cotidiana y a la vez lucha contra las estructuras de injusticia social, más tarde o más temprano, las cosas cambiarán para bien. Como ven, nada de ideología aquí, nada. El pueblo” (Francisco, 20/09/2024).
El impulso a la sinodalidad dentro de la Iglesia se proyecta al mundo secular como propuesta concreta de diálogo socio-ambiental para la paz global, con los pobres de las periferias organizados y en el centro de las tomas de decisiones. La Doctrina Social de la Iglesia, que sostiene que el desarrollo humano integral y sostenible es el nuevo nombre de la paz (Cf. PP 76; LS 13) puede y debe brindar este servicio a la familia humana. Testigos que encarnaron el Evangelio, como Francisco de Asís y Teresa de Calcuta, nos recuerdan que “se puede” (Cf. EG 183). Ya lo dijimos: es teología, no ideología.
Los cristianos no sólo recemos por Francisco y su ministerio (“pero a favor, no en contra”, como él pide medio en broma y medio en serio), sino que, más aún, “recemos para que Dios nos dé la sabiduría y la fortaleza para realizar la verdadera justicia social” (Francisco, 20/09/2024), tanto en el marco institucional del Estado Constitucional Social de Derecho como en el plano internacional.
*Doctor en Ciencia Política. Profesor universitario.
7/10/2024