Estados Unidos y Francia, en Malí, están articulando la misma maniobra que ejecutaron en Siria para derrocar al gobierno de Bashar al-Assad. Esta vez, apuntado contra la junta militar que, entre 2020 y 2021, tomó el poder y comenzó un profundo proceso anticolonialista que rápidamente desbordó hacia Burkina Faso y Níger, donde se aplicaron idénticas medidas, como el cierre de embajadas y filiales de empresas de la antigua metrópoli, recuperando además bases militares bajo control extranjero, al tiempo que sus dotaciones fueron expulsadas.
Así terminaba la oscura presencia francesa en gran parte del territorio africano, que, más allá de los procesos de independencia de los años sesenta, instaló un sistema neocolonial llamado Françafrique, que se sustentaba —y lo sigue haciendo— en más de media docena de países, en tres vértices: el económico, el militar y el diplomático, permitiéndose digitar, a fuerza de corromper a políticos y militares, hasta nuestros días, todas las decisiones gubernamentales de sus “excolonias”.
Casi naturalmente, entre estas tres naciones, que hasta los sesenta formaron parte del imperio colonial francés de África Occidental, se conformó un núcleo de resistencia que se conoció, en primera instancia, como el “cinturón revolucionario del Sahel” y que rápidamente, para darse un marco oficial, pasó a llamarse la Alianza de Estados del Sahel (AES).
Lo que inicialmente fue una coalición militar se expandió a lo económico y a lo diplomático, mientras se intentan acelerar otros procesos de integración. Cómo era previsible, semejante “machón” anticolonial e integrador, que encima coqueteaba con Rusia y China, encendió las alarmas en Washington, París y Bruselas, sede de la Unión Europea.
A partir de 2012, en el marco de la invasión a Libia para derrocar al gobierno del coronel Gaddafi, combatientes vinculados a al-Qaeda fueron destinados al norte de Malí con el fin de neutralizar la tanekra (revuelta) que, en el marco de un golpe de Estado contra el entonces presidente Amadou Touré (2002-2012), se extendía por las regiones de Kidal, Gao y Tombuctú. Los imuhagh (tuareg), en procura de recuperar Azawad, una vasta región que se extiende por varios países del norte africano, la reivindicaban como propia desde el principio de los tiempos.
Con el proceso independentista de los años sesenta, Azawad se diluyó entre varias naciones, quedando el sector de Malí bajo el control de Bamako, la capital del país.
Una vez instalada al-Qaeda en el norte del país, a pesar de los intentos de las Fuerzas Armadas de Malí (FAMa), en conjunto con otros ejércitos locales reunidos en el Grupo Sahel Cinco (G5 Sahel), que además de Malí formaron Burkina Faso, Chad, Mauritania y Níger, sumados a los miles de tropas francesas que, bajo diferentes nombres, decían contener la expansión del integrismo armado, se habían sumado, a partir de 2014, khatibas del Daesh.
París envió al Sahel al menos cuatro operaciones compuestas por miles de fuerzas especiales entre 2013 y 2022: Serval, Barkhane, Épervier y la Task Force Takuba. Nunca se sabrá si por inoperancia o con el sentido avieso de generar inestabilidad en la región, ninguna operación militar francesa contuvo a los terroristas que, desde el norte de Malí, no solo se extendieron a Burkina Faso y Níger, sino que desde hace años operan con frecuencia en varias naciones del Golfo de Guinea, como Benín (ver: Benín, los muyahidines ya están allí) o Togo (ver: El ardiente norte de Togo), además de Costa de Marfil y Ghana.
Tras la retirada obligada de las fuerzas francesas, norteamericanas y de la Unión Europea, tanto el Jama’at Nasr al-Islām wal Muslimīn (Grupo de Apoyo al Islām y los Musulmanes) o JNIM, una conjunción de pequeños grupos armados que en 2017 se unieron bajo el paraguas de al-Qaeda, como la franquicia del Daesh conocida como Daesh para el Gran Sáhara (EIGS), consiguieron un crecimiento exponencial, a base del financiamiento de las monarquías del Golfo y del aporte de logística por parte de los enemigos de la Alianza de Estados del Sahel, entre los que se incluyen elementos ucranianos, comprometiendo así la seguridad de toda la región.
El avance terrorista ya ha alcanzado las cercanías de Bamako, con la suficiente fuerza para bloquear la llegada de alimentos y combustible. Según algunos “expertos” europeos y norteamericanos, la caída de la capital, con sus cerca de tres millones de habitantes, será gradual.
El pasado 28 de octubre, decenas de camiones cisterna que transportaban combustible y agua para abastecer a la capital fueron emboscados por muyahidines del JNIM, que, tras tomar el control de la columna, incendiaron y robaron varios vehículos.
Según fuentes occidentales, el convoy no pudo ser socorrido por los efectivos de la base militar de Kati, la más importante de las FAMa, próxima al sitio del ataque, por la falta de combustible para movilizarse. En los últimos meses, los milicianos del JNIM han comenzado a atacar patrullas militares en las cercanías de Bamako.
La faltante de combustible se ha convertido en un nuevo azote de la guerra, también para la población local, cuyo precio se ha multiplicado por tres en las últimas semanas, mientras las escuelas y universidades se han visto obligadas a desconectarse de la red eléctrica para abastecer mejor a hospitales y dependencias estatales.
La actual situación ha obligado a Moscú a reforzar su apoyo militar y el envío de insumos, mientras que Washington y las embajadas de países occidentales recomendaron a sus ciudadanos abandonar el país de manera urgente, al tiempo que se cierran delegaciones y consulados.
Se cree que la estrategia de los terroristas, como ya sucedió en Kabul y Damasco, es ahogar Bamako hasta tener la certeza de una conquista segura, no sin antes, por medio de la escasez de suministros esenciales, provocar descontento y demandas en los sectores populares y en las minorías étnicas, buscando así cierto grado de legitimización.
Un país para al-Qaeda
Ya hemos conocido, a lo largo de los últimos cuarenta años, con la aparición de grupos terroristas como el propio Talibán, al-Qaeda o el Daesh, y cualquier otra banda armada tributaria de estos dos últimos, de los muchos que existen a lo largo del mundo musulmán, cómo se han hecho del control de grandes territorios en los países donde operan.
El ejemplo más paradigmático ha sido el del Talibán, que conquistó Afganistán en dos oportunidades: en 1992, tras imponerse en la guerra civil contra la Alianza del Norte de Ahmad Shah Masud, mantuvieron al país bajo la más estricta sharia (ley coránica), hasta que fueron expulsados por los norteamericanos en 2001, volviendo al poder veinte años después, tras derrotar a aquellos mismos invasores. Daesh, sin tanta suerte como los mullah afganos, había logrado instalarse a caballo de la frontera entre Siria e Irak en 2014, instalando su capital en la ciudad siria de Raqqa, de donde fueron expulsados en 2017.
Lo mismo repitió, aunque en menor escala, cuando ocupó, entre 2014 y 2016, la ciudad de Derna, en el este libio, a trescientos kilómetros de la frontera egipcia, y más tarde Sirte, la ciudad natal del coronel Gaddafi, de donde también fueron expulsados poco más de un año después.
A estas aspiraciones territoriales no hay que olvidar la épica resistencia con la que mantuvo, desde mayo a octubre de 2017, la toma de la ciudad de Marawi, capital de la provincia de Lanao del Sur, en Filipinas, donde a un altísimo costo de vidas civiles y de militantes y prácticamente toda la cúpula del grupo tributario del Daesh, Abu Sayyaf (Padre de la espada). (Ver: Filipinas: Marawi la ciudad que será leyenda)
Aunque recién en diciembre del 2024, diez años después de su creación, el Daesh consiguió afirmarse sólidamente en un país —otra vez, Siria— y esta vez más con el apoyo de Estados Unidos, Europa e Israel. Tras la conversión del temible emir del Jabhat Fateh ash-Sham, Abu Mohamad al-Golani, en el mundano, elegante y disciplinado Ahmed al-Sharaa, al que tanto le sientan las corbatas costosas y los salones del Elíseo y de la Casablanca.
Quizás sea este el plan trazado para la toma de Mali por el Departamento de Estado y que esta vez les toque a los forzados muyahidines del Jama’at Nasr al-Islām wal Muslimīn, que, con la caída de Bamako, pueda hacerse de Mali e intentar asaltar Burkina Faso para exterminar el foco de resistencia anticolonialista que representa la Alianza de Estados del Sahel.
Nunca antes habíamos visto a una khatiba de al-Qaeda con posibilidades y vocación de hacerse con un territorio tan extenso, que equivaldría a la suma de toda la Península Ibérica y que, de agregarse Burkina Faso, abarcaría un área del tamaño de España junto a Ucrania.
Mientras tanto, los terroristas refuerzan los bloqueos de rutas para impedir la llegada de víveres desde Costa de Marfil, Mauritania y Senegal, no solo saqueando la carga y destruyendo los vehículos, sino también asesinando y secuestrando a conductores y soldados.
Un mecanismo que parece afianzarse día a día para revelar la incógnita que, en Malí, abre la ecuación siria.
*Escritor y periodista argentino. Analista Internacional especializado en África, Medio Oriente y Asia Central.
*Por Guadi Calvo 