Opinión

Lo que queda del día

Por Gustavo Ramírez

El último sábado, a la misma hora que Javier Milei daba las hurras del acto que realizó en el Parque Lezama, donde plasmó el lanzamiento nacional de su partido, La Libertad Avanza, en el barrio de La Boca, se desataba un incendio feroz en una casa de inquilinato. Mientras el presidente desvariaba sobre un país inexistente, los bomberos que atacaban el fuego se quedaron sin agua y cuatro familias perdieron lo poco que tenían.

El olor de la madera quemada debió haber llegado al escenario desde donde el mandatario gritaba a los cuatro vientos los logros apócrifos de un gobierno que, sostenido en el paradigma materialista, no hace más que generar caos y destrucción. Cruel paradoja: otra vez el fuego. La intensidad de las llamas parecía proporcional a la envergadura de las palabras vacías que emitía el mandatario, excitado por su propia malicia y mareado por el desconcierto que produce su desgobierno.

La Boca no es un barrio pintoresco como reza el mito urbano. Es una barriada humilde que se ve sacudida constantemente por los arrebatos de la política. El fuego parece una inscripción natural de su semblanza histórica, pero no es más que la fatal consecuencia de la desatención política. Las usinas de propaganda liberal desatienden las necesidades de la comunidad a la que las decisiones ejecutivas abandonan y rompen. El trazado de continuidad temporal tensa el diagnóstico que no termina por dar cobertura urgente a los dramas que día a día se desatan en los barrios de la zona sur de la ciudad.

No se trata del Estado ausente, se trata de un Estado con mala presencia. Como regla general, en estos casos, donde la decisión política está centrada en la desprotección de las personas, las víctimas suelen ser responsables de una situación que las excede permanentemente. Lo curioso es que, más allá de las rupturas que el liberalismo impone, en el territorio la comunidad persiste y suele actuar más rápido que la estructura de gobierno.

En la Argentina actual, lo absurdo gana notoriedad como andamiaje que subordina el pensamiento al régimen de la dependencia. Lo que se termina por naturalizar es el hecho que deshumaniza toda acción política. La constante es la indiferencia general de la superestructura que se asimila con comodidad en el relato al mismo tiempo que le da vuelta la cara al bien común.

En los barrios, en una cuadra, sobre una misma vereda, conviven miles de microhistorias cotidianas que hacen a la conciencia popular. Vivencias terrenales que se escapan del relato uniforme y unipolar del absoluto. Es el disenso real que se expresa a través de la conservación de la existencia no como mero acontecer, sino desde el estar ahí. La comunidad se sitúa, mientras que la dirigencia política se enfrasca en disonancias que hacen demasiado ruido y no dejan escuchar el latido de la clase trabajadora.

Mientras los “libertarios” entonaban cánticos de desprecio contra el conjunto social, una madre empujaba contra su pecho a un hijo que lloraba desconsolado, al mismo tiempo que  el fuego consumía su presente. La supervivencia no permite pensar en el futuro porque la perdurabilidad se esfuma demasiado rápido en la fiebre materialista. Las llamas también consumen tiempo.

Estamos en el año 2024, donde hablamos de cómo la Inteligencia Artificial desplaza al hombre del quehacer laboral, donde discutimos la velocidad de los misiles israelíes y nos informamos sobre el valor de la moneda. Pero donde los bomberos no cuentan con la infraestructura necesaria para combatir un incendio en un barrio donde el fuego convive permanentemente con la ansiedad de la supervivencia.

“Se quedaron sin agua”, nos dice un vecino que sabe que esta historia volverá a repetirse porque ya la vivió con anterioridad. Otro se suma a la charla: “Vivo acá a dos cuadras, en mi vida vi muchos incendios, siempre es lo mismo. La gente pierde todo y nadie la ayuda. Ahora menos con este hijo de puta que está hablando en el Parque Lezama”.

El olor a madera quemada se mezcla con el perfume del cansancio. Los bomberos se ven cansados, las familias están agotadas. La policía, bueno, la policía siempre se mantiene al margen del drama; después de todo, no son tan valientes como para romper la correa que los ata a la obediencia debida. Solo los vecinos se mueven: traen botellas de agua para compartir. Una pizza para repartir entre los hijos de la tragedia. El fuego sigue ahí, en alerta. En el Parque Lezama, el show termina sin pena ni gloria. Todo parece absurdo.

Las tareas de extinción del fuego durarán hasta el otro día. Nadie durmió sobre la calle Magallanes al 900. Al salir el sol, a una cuadra, el montaje de la parafernalia que distingue al deseo de ser de lo que es, se calza el traje de lo posible para venderle al turismo la imagen del barrio que no es. El paradigma material se hace carne. Caminito se llena de gente que curiosea chucherías, mientras la historia del barrio es devorada por los fantasmas del olvido.

Los índices de pobreza le ganan al relato. Dos piezas en una casa de inquilinato cuestan entre 150 mil y 250 mil pesos. Las familias tienen que hacer sus necesidades en baños compartidos. Las ratas conviven con las mascotas de las casas. Es el siglo XXI en un barrio que hace tiempo se resignó a ser una apariencia. La Boca es un barrio que se desmantela chapa a chapa. Se vive como se puede, no como se quiere. El fuego habla pero nadie entiende su idioma.

Los negocios inmobiliarios se cotizan por millones, entonces expulsar a los vecinos es una moneda corriente. El barrio queda desnudo, pierde su identidad y a su gente. No hay agua para apagar incendios y no la habrá; es el castigo para aquellos que no se resignan al progreso, es decir, a que otros ganen rentabilidad en función de romper todo, incluso vidas.

¿Cuándo dejaron de importar las personas? ¿Por qué el relato es más potente que la verdad? Los chicos se apiñan entre los curiosos. Este era un barrio que prometía tener un futuro brillante con su puerto activo, su comercio naval asentado en la ribera, con una cultura de comparsas y fútbol. Pero poco y nada queda de eso. Como en tantas otras partes de la ciudad, donde hay un terreno disponible, se alzan torres que los pibes y sus familias no van a poder habitar. Nada es para ellos, ni esas pesadas esfinges de concreto que se erigen como símbolo fálico del capital.

La veo a mi vieja, sentada frente al conventillo que se quema. No es su primer incendio. Mi hermano y mis sobrinos están nerviosos pero bien. Mi hija mayor comparte algo más que palabras para distraer a sus sobrinos. Ninguno de ellos vive en la casa que se quema. Están dos conventillos y a mil de distancia. Pero en la desgracia, todo adquiere una cercanía universal. Siento, como tantas otras veces, que el dolor del barrio se nos pega en la piel y que poco podemos hacer para calmar su ardor.

El país que habitamos también se quema. Milei es el incendiario. Como ocurre en estos días, mientras pienso y observo, busco entre la gente a los amigos que se fueron demasiado rápido. No están. Me pregunto desde la impostura qué dejaré cuando me vaya. El presidente habla y no mira. No sabe escuchar, pero es uno de los problemas que aqueja a la dirigencia en general. Las personas somos un número. Eso es todo. Los pibes del barrio están apoyados sobre paredes que no los reconocen. El fuego, por momentos, se aquieta, pero al toque se aviva. Una mujer llora sin consuelo. Es todo lo que queda del día.

¿Cómo haremos para llenar los espacios vacíos?

 

 

 

 

30/9/2024

 

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