Reparar en los seis muertos que dejó el tiroteo de Trípoli, el pasado martes, frente al contexto de violencia que se vive en amplias franjas del continente africano, parecería trivial. Más si se tiene en cuenta que en el Sahel, esa amplia franja que corre al sur del Magreb, desde el Mar Rojo al océano Atlántico, los ataques terroristas golpean indiscriminadamente tanto a civiles como a militares, concentrando todo su poder de fuego en Burkina Faso, Mali y Níger, donde ya han generado miles de muertos y millones de desplazados. Mientras que esta ola de terror, irremediablemente, se extiende hacia el golfo de Guinea.
Se producen, de manera cotidiana, hechos como el del pasado lunes doce, cuando la franquicia de al-Qaeda para el Sahel, Jama’at Nasr al Islām wal Muslimīn (JNIM), lanzó una operación simultánea contra cuatro diferentes objetivos, a ambos lados de la frontera que separa Mali de Burkina Faso, provocando un centenar de muertos.
O comparar esta última acción takfirista con el enfrentamiento entre las milicias libias, que apenas exceden la definición de bandas criminales, o con la brutal ofensiva del grupo paramilitar Movimiento 23 de marzo (M-23) en las provincias de Kivu del Norte y Kivu del Sur, en el este de la República Democrática del Congo (RDC), que ya ha dejado más de un millar de muertos y cientos de miles de desplazados, y al mismo tiempo, que Sudán se encuentra sumergido, desde hace poco más de dos años, en una guerra civil en la que los muertos sobrepasan los cien mil y los desplazados los catorce millones, por lo que la muerte de Abdel Ghani al-Kikli, comandante del Aparato de Apoyo a la Estabilidad (SSA), una de las principales milicias del oeste libio, es un hecho menor.
Reparar en los choques del pasado día trece en el barrio tripolitano Abu Salim; ante la crítica situación de Nigeria, donde Boko Haram y el grupo Provincia de África Occidental del Estado Islámico (ISWA), durante este último abril, provocaron seiscientas muertes y el secuestro de ciento noventa personas, el tiroteo en el sur de Trípoli es un incidente nimio.
Cuando en Somalia al-Shabaab continúa operando de manera intermitente, pero siempre letal, la latente guerra de bandas armadas en Trípoli no deja de ser una cuestión doméstica, casi sin trascendencia.
Aunque para los pocos más de siete millones de libios, inmersos desde hace quince años en un estado de guerra irresoluta, con un país fragmentado desde 2014, que para simplificar groseramente podríamos decir que está entre el este y el oeste, aunque en el medio existen innumerables grupos armados que, según su conveniencia, se conchaban para un bando o para el otro. Aunque el este de Libia ha mantenido mayor estabilidad bajo el control imperial, junto a sus hijos del comandante Khalifa Haftar, jefe del Ejército Nacional Libio (LNA).
Mientras que en el oeste, el inoperante Gobierno de Unidad Nacional (GNU) impuesto en 2021 por las Naciones Unidas, donde funge como cabeza Abdul Hamid Dbeibah, el atribulado testaferro del poder de Occidente, que ya ha demostrado no tener talla política para el cargo, no pudiendo siquiera ordenar la panoplia de milicias que su gobierno financia.
Por el pueblo libio que cada día se ve envuelto en tiroteos y disputas políticas, la cuestión no es trivial. Tampoco un hecho menor, ni nimia y mucho menos intrascendente, porque en ello va su destino y el de su país, que hasta finales del 2010 tenía estándares de bienestar europeo. Lo que nunca antes, ni después, tuvo ninguno otro del continente.
En ese gigantesco iceberg en que Estados Unidos, Francia y el Reino Unido han convertido al país del coronel Gaddafi, no podemos ni siquiera imaginar lo que se cuece más abajo.
El asesinato de Abdel Ghani al-Kikli, comandante del Aparato de Apoyo a la Estabilidad (SSA), la milicia más poderosa de las que operan en torno a Trípoli, de las muchas que sostiene al GNU, no solo desatará una cadena de venganzas y de luchas internas, a pesar de que lo más factible que suceda es su atomización. Lo que deja de ser una bendición para Dbeibah.
Hasta ahora se conoció que el lunes por la noche, al-Kikli había llegado hasta el cuartel general de la 444 Brigada de Combate, otra de las bandas que apoya al GNU, donde iba a mantener una reunión con algunos de sus jefes. Sin que se conozcan los motivos, estalló una disputa con armas ligeras y medianas, que de inmediato se propagó a otros barrios de Trípoli y alcanzó a prolongarse casi por tres días, por lo que seis muertos es una bicoca.
Los choques alcanzaron el centro tripolitano y algunos barrios más alejados, como los de Abu Salim y Salah Eddine, al sur de la ciudad, con un largo historial de violencia y enfrentamientos desde la caída del coronel Gaddafi. Según el Centro de Medicina de Emergencia y Apoyo, los cuerpos que recogió se encontraban en Abu Salim, la capital del “reino” de al-Kikli. Los combates también se extendieron más allá de los límites de Trípoli, entre grupos tripolitanos y milicias provenientes de la ciudad costera de Misrata, a unos doscientos kilómetros al este de la capital.
Muerto el rey, ¿quién es el rey?
Abdel Ghani al-Kikli o Gheniwa, como se lo conocía popularmente, según periodistas libios, era el rey de facto de Trípoli, donde sus hombres controlaban la agencia de seguridad interna, el transporte de efectivo del banco central, empresas estatales y ministerios. Además de prisiones, además de manejar una red de extorsiones, secuestros y, además, la venta como esclavos de muchos de los migrantes que llegan al país intentando seguir a través del Mediterráneo hacia Europa. Además, según la Corte Penal Internacional (CPI), donde ya fue denunciado al-Kikli, otros miembros de su organización son sospechosos de ejecuciones extrajudiciales, torturas y graves violaciones a los derechos humanos.
A pesar de que las andanzas de al-Kikli se conocen desde hace más de una década, tras haber conquistado el barrio de Abu Salim a través de una extensa carrera criminal, es un hombre apoyado y financiado por las Naciones Unidas.
Sin importarle que han manejado el tránsito de los millones de personas que han llegado a la costa libia en procura de alcanzar Europa, disponiendo de su suerte, en muchos casos manteniéndolos indefinidamente en centros de detención de refugiados superpoblados, donde los internos sufren abusos y torturas.
También, al-Kikli manejaba la suerte del club de fútbol al-Ahli Trípoli, del que era presidente honorario, quien en un fuerte comunicado en que despedía a su principal hincha, el club se refiere a una traición en contra de al-Kikli, lo que también han denunciado sus familiares, que han declarado que fue emboscado cuando se dirigía a atender un falso llamado hecho por un familiar.
Desde el corazón del Aparato de Apoyo a la Estabilidad, la banda de al-Kikli se culpó del crimen a miembros de algunas de las bandas más leales al primer ministro Abdulhamid Dbeibah; al creciente poder de al-Kikli, estaba haciendo su tarea cada vez más difícil. Quien, tras establecer un alto el fuego, establecido tras una operación, dijo que se había restablecido la calma y reafirmado la autoridad del gobierno. Lo que, el inicio de nuevos enfrentamientos horas después, lo volvió a dejar en ridículo.
El jueves, las escuelas y la Universidad de Trípoli amanecieron cerradas, al igual que el aeropuerto de Mitiga, el único en funcionamiento en las cercanías de la capital.
Se estima que los principales combates se libraron entre la fuerza de al-Kikli, el Aparato de Apoyo a la Estabilidad (SSA), contra otra de las principales milicias que siguen apoyando al primer ministro, la Fuerza Especial de Disuasión o Radaa (disuasión en árabe), que hace unos meses Dbeibah pretendió disolver. Lo que, afortunadamente para él, no consiguió.
A diferencia del SSA, cuyos principales líderes son buscados por la Corte Penal Internacional, la Radaa, que cumple funciones policiales contra el narcotráfico y la contención del terrorismo wahabita, también maneja prisiones, que suelen ser financiadas por la Unión Europea para evitar que sus reclusos sigan camino a Europa.
Para algunos analistas locales, la crisis del martes trece fue una de las situaciones más tensas en muchos años, ya que la llegada a Trípoli de fuerzas de la Radaa, que estaban apostadas en Zawiya a unos cuarenta kilómetros al oeste y también desde Misrata, fue en apoyo del gobierno de Dbeibah.
En el marco de esta crisis, las plantas petroleras del sur y el este del país, explotadas por multinacionales extranjeras, continuaron trabajando, lo que no logró conseguir la local Sirte Oil Company, perteneciente a la National Oil Corp (NOC), que debió suspender el transporte terrestre hacia Trípoli hasta que controle la emergente inseguridad, que se parece cada vez más a un iceberg desbocado.
*Escritor y periodista argentino. Analista Internacional especializado en África, Medio Oriente y Asía Central. En Facebook: https://www.facebook.com/lineainternacionalGC.
17/5/2025
