Por Lucas Schaerer
El último día de agosto salimos. En el santuario San Cayetano sin arreglarlo previamente recibimos la bendición del párroco. Mucha agua bendita a las imágenes y a nosotros. Puso su mano en nuestras cabezas. Y no un segundo. Lucas, el sacerdote, la dejaba apoyada, imponer las manos se llama. Pesaba sobre el pelo. Luego nos contó la anécdota de una peregrinación que él vivió. “Dejamos a la Virgen y nos corrimos unos metros. En la estación Once la rodeó la gente y cuando la fuimos a buscar para seguir caminando encontramos que en sus rayos estaba llena de pétalos de rosas”.
Para estos sacerdotes, el Padre Lucas viene de la parroquia Luján Porteño, los peregrinos son una bendición. La razón es sencilla. El peregrino pone a la Virgen con el pueblo. Llega a quienes no se acercan a la iglesia. Es un llamado donde el pueblo siente que la madre los buscó y que verla por “casualidad” en la calle, en el andar, es una bendición inolvidable, que hace volver a palpitar su fe, resucita el espíritu.
Aún veo en el banco de San Cayetano las imágenes del Papa Francisco (donada por un empresario patriota y pyme), Mama Antula (que acercó una laica activa), Manuel, el africano, que fue el primer devoto de la Virgen de Luján, y ella con sus ojos celeste apoyada en una base de madera, sostenida por andas, que nacieron de la habilidad de los trabajadores de la economía popular de la ciudad de Mercedes. Gracias a los laburantes del sindicato de la economía popular, mal llamados “piqueteros”, que reciclaron palet para que la Virgen se mueva con este pequeño grupo de peregrinos mezcla de porteños y bonaerenses que se prometen, de ahora en más, por lo menos salir cada jueves.
A la misma hora, sin saberlo, había otro grupo de peregrinos cargando a la madrecita para llevar su bendición al centro de la Ciudad. Ese mismo jueves 31 de agosto, en la Plaza Lavalle frente al Palacio de Justicia, allí en el acampe de los indígenas jujeños estaba uno de los peregrinos emblema del conurbano, Pedro Peralta que salió con el Padre Adolfo, y otros que por segunda vez salían desde el municipio de San Martín, primero en tren, luego subte, para llevar donaciones de estampitas y medallas a los defensores de la madre tierra ante la embestida del extractivismo hoy avalado por una nueva Constitución jujeña.
Hacia el tren línea sarmiento fuimos. De Liniers a Once. Los trabajadores en el molinete le abrieron paso, la tocaron y se persignaron. Así en todo el viaje. Laburantes que se acercan y otros a la distancia la veneran con el abrazo que provoca hacerse la señal de la Cruz.
“Espera, espera, yo también quiero saludarla”. Escuché la voz de una mujer y giré para verla. Hizo un pequeño trote hasta la Virgen que sostenían en alto dos peregrinos. Estaba ansiosa y sorprendida de ver a la virgen gaucha andando por la vereda de la calle La Rioja a metros del cruce con avenida Rivadavia.
Entramos a un local. Allí el dueño nos pide la bendición para los trabajadores y la empresa. A un costado en lo alto veo un altar. Se frena el trabajo. Todos miraron sorprendidos. No sabían que iba a llegar la imagen de la Virgen en andas. “Ese es negro como yo” larga uno de los trabajadores y se hace una foto con la imagen de Manuel de Luján, el esclavo que en 1630 queda al cuidado de la imagen de la Inmaculada Concepción que luego vestida y coronada por la devoción del africano se transforma en nuestra patrona.
Seguimos camino hacia al hospital estatal Ramos Mejía. En la puerta dejamos las imágenes. El primero en acercarse a besar el manto de la Virgen es el muchacho que abre puerta de los taxis por una propina. “Me das más estampitas voy a darle a los amigos que viven acá”. Se arrima otro creyente. Pedro, como el apóstol donde Jesús decide fundar la iglesia, significado del nombre es piedra, duerme allí, entre la entrada principal del nosocomio y la guardia donde estacionan las ambulancias. Pedro con su compañera juntan cartón. “Sabés que conocí a Bergoglio. Nos pedía la bendición y nos las daba”, me largó Pedro y nos cruzamos los números de WhatsApp, porque quedó en mandarme la foto junto al entonces arzobispo porteño, Jorge Mario Bergoglio.
Nos volvemos. En una esquina de Balvanera, el nombre formal del barrio, unas abuelas nos hacen señas, saludan a la Virgen, la quieren tocar. “Viste nos vino a ver, que linda es, la amo”, decía una de ellas. Eran cuatro ancianas, pero no eran amigas, aunque estaban juntas por la misma fe. La más pequeña, toda emocionada, nos pide que vayamos a la peluquería donde se atiende. “La dueña es muy buena persona vengan”. Golpea y nos hace entrar. Un pibe, de unos once años miran estupefacto.
Detrás suyo en andas una Virgen. Y unas personas que la sostienen en sus hombros. La peluquera la besa y se va a un costado. Vuelve con dinero. Estira su brazo a mi puño. Más adelante, en una esquina esperando el corte de semáforo, veo que tengo 500 pesos. La abuela que nos llevó a la peluquería también aportó lo suyo, dos mil pesos. El pueblo sabe que el peregrino es los pies de la madre y como tal necesita agua para tomar o alguna fruta para comer en el andar.
Frente a la Plaza Miserere, todos la llaman Once, un muchacho se quita la remera. En el pecho, por encima del corazón, está ella tatuada. “Mi mamá murió cuando tenía ocho años. Era devota de la Virgen. Quiero ir con ustedes, me dejan llevarla”. El muchacho vive en la calle. Nos sigue. La pere termina en la estación. Los dos peregrinos bonaerenses se la llevan en andas. El molinete se vuelve a abrir y nuestro corazón también. Nos reunimos con la Virgen en el pueblo, allí sentimos el amor del pueblo por su madre, y de ella con su pueblo humilde, trabajador y rico, con todos porque ella va al corazón.
5/9/2023