En la película austriaca Una Vida Oculta, uno de los personajes secundarios suelta, al pasar, una frase contundente que adquiere un valor escalofriante en la actualidad. Palabra más, palabra menos, afirma: “Entramos a una época donde a la gente no le preocupa la verdad, simplemente la ignorará”. El film de Terrence Malick, basado en un hecho real, no refiere a la actualidad, sino a la Segunda Guerra Mundial.
Franz y Fani Jägerstätter viven una vida casi ideal. Son campesinos, rodeados por un imponente paisaje austriaco. La llegada de la guerra irrumpe fatalmente en esa vida donde la familia y la comunidad se sostienen por medio de una unidad sincrética. La puja bélica es también traición, desolación, soledad. Crimen sin castigo ya sí se desata un drama del pasado que se encarna en nuestros días como una obra de Ibsen.
La calamidad llegó de la mano del fanatismo nazi y de la disolución de la comunidad. El miedo se impone a través de razones hipócritas. Franz se niega a jurar lealtad a Hitler. Desde entonces, es señalado como el “enemigo del pueblo”. Allí empiezan su calvario y su odisea. “¿Qué pasó con nuestra verdadera Patria?”, se pregunta en un momento, mientras el ojo de la cámara nos lleva al encuentro de una naturaleza que permanece inmutable a pesar del sufrimiento que se esparce a su lado.
Toda decisión parece tener un costo. En los territorios reaccionarios, estos se enlazan con la mentira y la transvaloración de todos los valores. Ser no es posible: ni el mundo subyugado de entonces, ni el universo atrofiado actual. Franz se aferra al amor de su mujer, de sus hijas y a su fe. En los tiempos de desazón, lo primero que el sistema intenta quebrantar es la fe; se mata a Dios para matar verdaderamente al hombre y a su humanidad.
El juego de la serpiente
El símbolo de los libertarios es la serpiente. Para muchos, el Demonio. El síntoma de la descomposición. El signo de la oligarquía. Milei se arrastra ante los amos del mundo. No es una película. En la Gala 1775 que se realizó en Washington D.C., recibió el premio “Campeón de la Libertad Económica”.
No hay remate. En realidad, sí. Ese premio fantasma exalta la generación de pobreza, la destrucción del trabajo, la disolución de la comunidad, el quebrantamiento de la fe y la entrega del patrimonio nacional. Es el verdadero remate y no es cómico. No hay razones para festejar nada. Aunque tampoco las hay para abrazar la abulia o la anomia política.
El absurdo, mirado tan de cerca, parece aún más ridículo. ¿Nos adentramos al universo de la posnarrativa? La asunción de Donald Trump preanuncia un fin de época, pero no queda en claro qué es lo que comienza. El pragmatismo de la irracionalidad fomenta el declive del pensamiento. Si no hay narración, no hay pregunta. El liberalismo carece de cuerpo y de alma. Por ende, no tiene tras de sí una metafísica. Solo es poder.
“Dios me salvó para hacer que Estados Unidos volviera a ser grande”, presumió Trump en la toma de juramento, y eso no es más que la ostentación protestante del Imperio. Simplemente, gran parte del mundo y de su población decidió ignorar la verdad. Más allá de su vocación proteccionista, el republicano no es argentino, tampoco peronista, así que hará lo que tenga que hacer para sostener el privilegio global de su país: juez, prestamista y destructor de naciones.
Cuanto más se cierne sobre el “nosotros” el Yo de la coyuntura, más distante está la verdad de lo nacional. Estados Unidos, para los estadounidenses, no significa mayor libertad para los países del mal llamado mundo libre. Quien no jure lealtad al liberalismo será, sencillamente, el enemigo. El sometimiento se manifiesta de distintas formas.
Ante tanto análisis estrafalario, es importante recordar al Perón del ’72, a su fe revolucionaria: “Nosotros somos justicialistas; levantamos otra bandera, distante de todos los imperialismos dominantes…”.
Los reventados
Fue un fin de semana signado por el frenesí de la mentira y la selección social. El periodismo fraudulento, acólito de la moralización civilizatoria de la culpa occidental, se centró en el alto el fuego en Gaza, pero no habló de los 46.000 gazatíes asesinados por Israel. Nada dijo sobre los 17.492 niños que mató el ejército israelí. Esas vidas, como la verdad, fueron simplemente ignoradas.
El martirio palestino no termina con el alto el fuego. Hay mucho más detrás de los fríos análisis geopolíticos. No alcanzan las palabras para describir el padecimiento humano en esas condiciones. Pero el mundo político se compadece de los rehenes israelíes. El fuego de la corrección política quema el corazón de la humanidad en una hoguera de bombas, violaciones, torturas y desapariciones. Es como si, de golpe, la regresión nos hubiera llevado a una especie de medioevo posmoderno, donde solo valen las vidas de aquellos que no están marcados por el hierro candente de la barbarie.
Gaza solo parece dolerle a los palestinos. Los gobiernos occidentales están más preocupados en jurarle lealtad al régimen civilizatorio. Lo más cruel es que todo esto ocurre delante nuestro. El capital es la guerra, pero no parece importar demasiado. Hay compatriotas ocupados en celebrar el hecho de que ahora podrán pagar dos flautitas con dólares. Dólares que drenan sangre de miles de pibes, en Argentina, en Palestina, en África. Lo que impera es un profundo silencio entre tanto ruido.
Lo irónico es que los esbirros, lacayos de la muerte, parecen afirmar que hay muertos que no merecen ser nombrados por los conductores de radio y televisión. Apenas si llegarán a convertirse en fantasmas. Pero están aquí, entre nosotros. Cuando un pibe revuelve la basura para que las tripas no se peguen a sus huesos. Cuando un viejo se para en cualquier esquina de la ciudad con un cartel que dice: “Ayudame, tengo hambre”.
¿Quién sale a escuchar ese pedido de auxilio? ¿Quién socorre al herido? ¿Quién se atreve a sacar los clavos de la cruz de Jesús? ¿Quién da de comer al hambriento? No logramos advertir que la ignorancia mata. No. No se trata de saber leer y escribir. Sino de saber escuchar el pedido de ayuda, de saber mirar donde vive la muerte y donde muere la vida.
Mi Buenos Aires querido
Por la sombra de Buenos Aires también deambulan fantasmas. Caras conocidas que a veces nos visitan en sueños y nos recuerdan que el pasado no tiene por qué olvidarse, sobre todo si se quiere mirar hacia adelante. Caminar por la Avenida Corrientes es una tarea complicada. Uno tiene que estar sorteando los esqueletos del país que supo ser y que obligaron a desaparecer.
La peatonal Lavalle se tornó en un mero surco de la nostalgia, donde la muchedumbre del país pujante convive entre los escombros de una sociedad rota, artificial, que respira asistidamente, con la mezquindad del país lumpen que se despojó de su identidad para adoptar una subjetividad que no le es propia.
Ya no hay “mi Buenos Aires querido, cuando yo te vuelva a ver”. Solo queda un gran agujero en la historia que no se puede llenar con la sociología de los mercaderes. En esa ciudad, que no es propia, el PRO lanzó su campaña para poner en la vidriera electoral nuevamente a Mauricio Macri. Así que se pueden ver pasacalles amarillos con letras molde en negro, respaldadas por la figura de ese gran anti-argentino que fue Winston Churchill. Ahí está entonces, la nueva Unión Democrática, encabezada por el colono Mauricio.
En esta ciudad, con pretenciosos aires de casta y diva, el “Jefe” de Gobierno (el valor despectivo de la palabra Jefe adquiere mayor concordancia cuando uno lo emparenta con los últimos intendentes) está más preocupado por perseguir a aquellos que lo llaman el “Macri Negro” que en revalorizar socialmente un territorio que el PRO adoptó pero que siempre despreció. Por eso, no hay nada más negro y amarillo que Churchill: El símbolo de la muerte.
La Piedad
Lo que se ve no es todo. Lo que se invisibiliza es más importante. Aunque ya nadie se pregunte qué es el amor, el sentimiento prevalece más allá del daño y del mal. El signo de los libertarios liberales es el odio, la náusea. El símbolo de la Justicia Social son dos brazos tomándose uno al otro. Amor fraterno, situado. Es la Piedad.
¿Qué es el amor? Es el cura Juan Carlos Molina llevando a los pibes del Sur a conocer el mar. A ver la inmensidad que Dios creó para ellos. Donde el dolor y las penas son tragadas por la espesura de la bondad y la cordura de la verdadera razón humana. El amor es piedad y la piedad es también una forma de Justicia Social, en la medida en que se hace juntos.
La piedad vive en la Comunidad porque es humana, aunque las víboras que se arrastran por un puñado de dólares quieran hacernos creer que ello no es posible. ¿No nos damos cuenta? En Argentina, personas como el cura Molina pelean para que en nuestro país los chicos tengan la oportunidad que los pibes palestinos, por ejemplo, no tuvieron. Eso es Comunidad Organizada. Aún así, este cura es perseguido, sus pibes también. ¿Por qué? Por creer en la humanidad, en el pueblo. Por creer que el amor, ante la destrucción y la muerte, es también justicia social.
El cielo está despejado, el asfalto se quema. Alguien, de vez en cuando, se despierta de la siesta y sale corriendo a buscar a la verdad. Ella huye. Está dolida, siente resquemor. Ha sido desplazada, igual que el trabajo. Ambos parecen sacados de un cuento remoto, distante. No tienen lugar en el algoritmo.
Muy pocos saben que el río bordea la periferia de la ciudad. Su costa está sucia, su agua contaminada. Sin embargo, sobre su superficie sopla el aire fresco. No todo es locura y muerte. Sus leves olas se llevan penas y basura y, aunque nadie sabe muy bien qué traen, ellas no se cansan de volver. No hay que resignarse. Eso es todo y hoy parece mucho. Basta con negarse a jurarle lealtad al régimen.
Después de todo, como decía Perón: “Renunciar a la política es renunciar a la lucha, y renunciar a la lucha es renunciar a la vida porque la vida es lucha”.
20/1/2025