Por Gustavo Ramírez
Es curioso, pero los fantasmas de nuestro país están acá, junto a nosotros. Dan vuelta a nuestro alrededor con total liviandad e impunidad. Se repiten, día tras día, bajo gastados enunciados que sólo adquieren sentido cuando los medios infectados de parásitos ideológicos los replican. Mientras tanto, hay una realidad que no se ve, en general se invisibiliza por decisión política, pero está ahí y duele.
En pleno centro de Buenos Aires, la ciudad más rica del país, una pareja con una nena duermen sobre trastos viejos en plena calle Paraná a metros de su intersección con Sarmiento. El sol los inunda y entorpece su sueño, si es que aún les que queda alguno. Los caminantes pasan a su lado indiferentes, indolentes y extraños. Esa familia no es invisible, aunque pasen desapercibidos. Pero están ahí, en una prisión sin rejas ni guardiacárceles. Él no supera la barrera de los 25 años, ella tampoco. La nena a penas debe alcanzar los 10 años. Están ahí pero no los vemos. Tampoco los sentimos.
¿Qué nos ha pasada para que terminemos transformados en esto? ¿Cuándo nos convertimos en seres sin forma e insensibles? ¿ Por qué nos importa más el precio del dólar que esa familia en la calle? ¿Cómo es que esa imagen no nos abruma y continuamos de largo apurando el paso para huir de ese cuadro del Bosco? Nosotros también estamos encarcelados en un mundo insensible que trastocó nuestros valores y convirtió nuestra moral en mercancía.
Cuando uno era pibe y vivía en un conventillo en La Boca soñaba con tener un buen laburo para comprar una casa digna y sacar a la familia de ahí. Solo para alcanzar un mínimo de comodidad que esas viviendas no aseguran. Hoy, en la Ciudad de Buenos Aires, en la zona sur, donde los candidatos de ciertos partidos llegan arrastrados para mendigar votos, en nombre de una dignidad en la que no creen, millones de personas viven de manera precaria.
Sin ir más lejos, mi vieja y mi hermano viven en un conventillo que se llueve y donde el frío en invierno se cuela por cualquier agujero. El dueño, la dueña, se niegan a reparar lo que hace falta porque en esas condiciones es todo así. Es decir, la violencia simbólica (término culto del carajo que queda bien en cualquier oración que se aprecie de análisis sesudo de la realidad) se derrama de la misma manera que lo hace el agua de la lluvia que se filtra por el techo de las piezas donde habitan personas. Pero estas situaciones parecen superadas por un discurso que naturaliza la violencia social e impone la voluntad de la precarización.
El tiempo transcurre sobre discusiones en abstracto. Contra la pared de la memoria están nuestros mayores con la espalda marcada por el interminable sacrificio. Delante nuestro desfilan los fantasmas que emergen del basurero de la historia como si fueran ángeles salvadores, tienen esa sonrisa estúpida en la cara y el cinismo a flor de piel. Y hablan. Sí, hablan, pero no dicen aunque parezca que lo hacen. Y el periodista o la periodista los alaba. Son los que le robaron durante años y años la sonrisa a mis abuelos y ahora quieren que mi vieja y mi hermano también la pierdan.
Son los que obligan a la familia de la calle a vivir como parias. Se regodean de ello. Derraman su veneno sobre nuestras calles, infectan nuestras arterias, pudren nuestras escuelas y matan. Matan una y otra vez porque la muerte les provee el goce necesario para sostener el suspiro del sistema, suficiente para que el titiritero que los mueve siga respirando. Pero en realidad ellos son los fantasmas del sistema, sus monstruos. Aun cuando ellos no estén él, el sistema, seguirá allí.
Los artilugios mediáticos sirven para imponer falsas consideraciones en agenda. Así como la escuela transmite los valores de la colonia, los medios reproducen el mensaje de los fantasmas del presente. Ese mecanismo de liquidación del pensamiento sirve para borrar de un plumazo, como el efecto de una bomba nuclear, todo atisbo de conciencia. Cada vez que uno prende la radio o la TV debería leer a Dante: “Los que aquí vais a entrar abandonad toda esperanza”. En definitiva es lo que quieren.
La dictadura del acostumbramiento nos alimenta de vacío. Por eso se naturaliza la presencia criminal de Patricia Bullrich en la política, por ejemplo. Ese ser oscuro, representante del Ángel de la Muerte en la tierra. Esa farisea que tiene las manos llenas de sangre, con los mártires del Diciembre Negro del 2001. Con la “doctrina Chocobar”. Esa hiena que profesa la gramática de la muerte en cada oración que pronuncia. ¡He ahí a los fantasmas!. Patricia carga en su bolsa las 30 monedas de Judas.
Y allí estoy, caminado por la Avenida Corrientes, buscando un país que ya no está en una ciudad que cambió su anatomía para bailar desnuda sobre la mesa de los asesinos. El Gringo Castro, Secretario General de la UTEP, habla de genocidio social para referirse al plan del gobierno de Mauricio Macri. A muchos esa apreciación les pareció exagerada. Pero no. Todo está a la vista, es tangible. ¿Se entiende?
Dos veces sacaron a Perón por la fuerza. Nos masacraron sistemáticamente. La democracia nunca saldó esa deuda. Permitió que los asesinos del pueblo participen de una vida que detestan. Ellos se aseguraron un lugar cómodo, calentito junto al fuego de la idea de libertad. Desde allí volvieron a alimentarse con la sangre de los nuestros y crecieron y creen y nos hacen creer que solo ellos tienen algún derecho.
Camino de espaldas al sol, en el centro porteño. Retomo por la calle Paraná, hacia donde estaba la familia durmiendo. Cambiaron de vereda. La explanada del teatro San Martín les da sombra. Él consiguió un plato de milanesa napolitana con papas fritas para compartir entre los tres. Una hora más que se sobrevive.
Por un instante me avivo que acabo de cumplir cincuenta años. Medio siglo, la puta madre. Pienso en mis afectos. Sobre todo en los más jóvenes, mis hijas, mi hijo. En este presente y en el futuro que algunos confunden con progreso. Quiero tomarme una cerveza pero no existe ninguno de los bares que solía frecuentar. No hay lugar. Lo hemos perdido de alguna manera. Así como muchos perdieron la sensibilidad social.
Recibo un mensaje de un colega y amigo, me pregunta ¿hoy estás optimista?. La respuesta en un “jajaja” posmoderno. En realidad no lo sé. Quiero responderle que si, pero siento que no. Me detengo mirar a la familia que vive, como tantas otras, en la calle. No tengo respuestas. ¿Ese es el final del camino, quedarnos sin respuesta? No puede ser. No puede ser.
Sé que no. Así que le respondo a mi productor que “hoy soy optimista”. Vuelvo a casa y me pongo a escribir. Presumo que con ello podré hacer algo, al menos lo intento. Es cierto, sobrevivo una hora más. Peleo. No me rindo. Sobrevivo.
Entonces recuerdo unos versos de Héctor Viel Temperley:
“Para ver tengo al lado como un ángel
que me dice despacio esto o lo otro
aquí o allí, encima o más abajo.
Siempre soy el que ve lo que ya ha visto
lo que ha tocado ya lo que conoce
no me puedo morir porque ya tengo
la muerte atrás vestida como novia”
Y sigo adelante.
3/12/2021