Opinión

El tiempo que nos queda

Por Gustavo Ramírez

Occidente atraviesa un punto de inflexión. Su arquitectura civilizatoria se resquebraja y la crisis asume la representación de un universo apócrifo donde todo estalla. Sin embargo, nada de esto es nuevo. El arrastre de la degradación política y social y la inscripción tecno-cognitiva en los marcos de batallas irresueltas condensan una estructura que ya no puede sostenerse sobre la base de falsas representaciones.

Los valores occidentales no son absolutos. En ese conjunto de aceptaciones normalizadoras que han disciplinado al conjunto de lo social en los entornos del individualismo enfermo, hoy se caen a pedazos producto de un proceso de decadencia que condujo a la destrucción de la integración ontológica. El reduccionismo economicista deshumanizó a la política y el costo de ello es una explosión global.

La democracia liberal bajo el desorden que el capital financiero impone decrece en intensidad y produce un crash “cultural” determinado y diseñado por el aparato teco-militar. En sus contornos no alcanza la “inclusión por ingresos” ni el derrame. Ambos parámetros condensan la justificación de la injusticia social como signo de los tiempos, en vez de confrontar al régimen y su orden.

Los BlackRock, los Soros, los Rothschild, como gerentes de la guerra, fagocitan las incursiones bélicas para sostener el andamiaje que permite al negocio de la muerte seguir dando beneficios. El objetivo, como siempre lo han sido, son los recursos naturales. Nada novedoso, la cuestión se cifra en la intensidad y densidad de los focos de conflicto que se abren en distintas partes del globo.

Solamente en Sudán cerca de 15 millones de personas están condenadas al hambre. La iniciativa globalista naturaliza el hecho de que algunos tienen que morir y el encapsulamiento individualista no permite discernir los impactos mundiales que tendrán estos hechos en la vida cotidiana de cada uno de nosotros.

En Argentina ya se palpan las consecuencias de las medidas que se ajustan a los cánones del liberalismo globalista. En tan solo seis meses, los niveles de pobreza se dispararon de manera abrupta; el 55% de la población es pobre y el 20,3% vive en la indigencia. En todo caso, Milei cumple con el imaginario de su narrativa, que distorsiona el apotegma de los “días más felices” en tanto en cuanto se recuesta en la decadencia como columna vertebral de su principio de auto-destrucción.

El presidente considera que el modelo de finales del siglo XIX y principios del siglo XX resultó una experiencia rica para el país y para su gente. Los resultados históricos refutan las apreciaciones ideológicas del mandatario. En un contexto de enajenación distintiva y lumpenización de la política, es obvio que esa representación calará en el imaginario colectivo, sobre todo porque la impronta cognitiva del proceso actual se centra en disolver los lazos constitutivos de la historia nacional.

Uno de los principios mandatarios de la globalización tiene que ver con la idea de la disolución nacional y la descomposición de la Patria como noción civilizatoria. Al igual que en el período que Milei mal reseña, la cuestión confronta la predación de la civilización encaminada al orden y al progreso de la mano de la proposición colonial contra la razón popular de integración comunitaria. Los bárbaros, como ayer, se identifican con los pobres y la clase trabajadora. Los gauchos modernos.

La destrucción que propone el mundo unipolar choca de frente contra el tren de la multipolaridad. Si bien la cuestión de fondo es más compleja, asistimos a la desintegración de Occidente reflejada en la descomposición del eje sajón. Es en este contexto que los demócratas estadounidenses, ahora arreados por Kamala Harris, pretenden acelerar el proceso bélico en Medio Oriente para poder raspar la olla y sacar alguna ventaja sin perder tiempo.

El plan está saliendo mal en Ucrania y puede resultar peor en Medio Oriente. La sangre derramada en Gaza por Israel atiza el fuego de una hoguera que está por incendiar al mundo. Benjamín Netanyahu presiona a Estados Unidos, dispuesto a sostener el genocidio de más de 39.480 personas en nombre de una libertad para pocos y el negocio de unos cuantos. En la Franja, 16.300 niños han sido asesinados con la venia de los sajones.

Perón advirtió que “los unilaterales, que no ven sino una cara de la historia y de la vida, suelen ser desaprensivos frente a los grandes problemas orgánicos de la política y de la guerra. Total, los pueblos pagan sumisos las consecuencias”.

En tal sentido, Milei cree que de su servidumbre irrenunciable obtendrá una mísera caricia del poder encumbrado en la gran geopolítica. Solo es un mero hazme reír que el mundo, en general, no parece tomar muy en serio. Por eso decidió confrontar con Nicolás Maduro en los últimos días. Allí, su insufrible razonamiento encuentra asidero. Pero el presidente argentino carece de sustento material y cognitivo para avanzar más allá de los posteos de X. Lo suyo sirve para el entretenimiento mediático, no para dar cuenta del drama presente.

Para Perón, “del mismo modo que un éxito táctico carece de valor cuando la situación estratégica es falsa, no puede pensarse en una victoria estratégica en una falsa situación política”. Esto es lo que padece Argentina con el gobierno de Milei, una “falsa situación política”. En este contexto, eso es grave. Porque en esa ilusoria representación se cuece el destino de la nación y de su pueblo y permanecer atados a la correa globalista nos terminará de hundir.

Son días aciagos. El déjà vu se acomoda y sonríe desde las sombras de un sitio deshabitado. El mundo colapsó. Los síntomas son los gritos de millones de almas que no se escuchan. La pobreza, el hambre y la muerte son anomalías de la “matrix”. Se las presenta como el devenir natural del precio que se debe pagar para que unos pocos se alcen con un puñado de dólares en nombre del progreso y la libertad.

¿Qué será de nosotros mañana? No hay quien se pueda compadecerse de la propia insuficiencia. Siempre se supo que la fuerza es el derecho de las bestias. No se quiso escuchar, no se quiso revolucionar la política, no se quiso entender. No hay manera de que esto cambie solo por brindar clases magistrales abrazando causas perdidas y embriagándose de utopías.

El reloj está en marcha. La cuestión es saber qué haremos con el tiempo que nos queda.

 

 

 

5/8/204

 

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