Pensamiento Nacional

El peronismo que no comprendimos, el peronismo que no sentimos

*Por Francisco José Pestanha

 

“Retempla mi espíritu estar en presencia de este pueblo que toma en sus manos la responsabilidad de defender la patria. Creo, también, que ha llegado la hora de que pongamos las cosas en claro. Estamos luchando por superar lo que nos han dejado en la República y, en esta lucha, no debe faltar un solo argentino que tenga el corazón bien templado”.
Juan Domingo Perón

Resulta para muchos una incógnita inabordable el modo en que el peronismo ha traspuesto por décadas los umbrales de miles de hogares argentinos. Tampoco es sabido que exista una fórmula precisa para ello; tal vez no haya una sola, seguramente, varias. Lo cierto es que más allá de la cuestión espiritual y simbólica, la incorporación de muchos de nosotros al movimiento no constituyó un hecho fortuito. En mi caso particular, sin dudas, fue la conducta comunitaria de mi abuela Amanda — alguna vez apodada en su barrio como «Madre María»— por la costumbre cotidiana de “abrir su casa” para que tantas personas accedieran a un plato de comida digna o al medicamento necesitado.

En silencio y con método —así como se hacen casi todas las cosas buenas—alimentaba a diario a un núcleo de personas que iban convergiendo de a poco en aquel largo zaguán de la casona de la calle Gaebeler de la localidad de Lanús en el que transcurrí inolvidables etapas de mi infancia; aquel entiendo, fue mi primer contacto con el peronismo concreto.

Aunque Amanda no se consideraba una militante, era esencialmente peronista, era, en la práctica evaduartista. Mi abuela siempre sufrió el dolor ajeno y simplemente hizo lo que debía, compartir todo lo que tuvo. En este, nuestro mundo actual —tan entregado a definir los gestos y las cosas para luego dejarlas de lado y no hacer nada con ellas— le hubieran llamado Amanda la «empática». Tal vez algunos descubrieron tardíamente aquello que por entonces —el pueblo y mi abuela— llamaban solidaridad: el deseo de participar al otro con lo propio, agregándole dignidad.

Otros y otras —a diferencia — quizás se incorporaron al peronismo por tradición familiar, algunos por convicción ideológica o tal vez por la mera necesidad de incorporarse a un cuerpo orgánico, a un conjunto donde encontraran rasgos de identificación. He escuchado que para muchos el peronismo fue una suerte de religión laica, enseñada en el hogar como el catecismo —vaya si tenemos hoy un ejemplo paradigmático de cristianismo peronista— como un cúmulo de verdades éticas incuestionables. Finalmente estarán los otros —que como sugiere Víctor Hugo en Los Miserables— sobreviven acomodaticios a todas las épocas por conveniencia, por un minuto de «luz prestada» que ni ilumina ni quema y se extingue como una hoja quemada sin más utilidad que taparlo todo con un olor inconfundible, reconocible en todos los tiempos.

Si se enfoca el análisis sobre el primer peronismo, es decir, la etapa revolucionaria que acontece entre 1943 y 1976, vamos a encontrarnos en esencia con un peronismo comprometido —digámoslo claro— con la liberación integral del país y una nutrida pléyade de militantes que estaba dispuesta sacrificar su vida por él. Cómo en todo orden del acontecer humano, siempre existieron en el peronismo élites políticas, ciertamente permeables a la negociación —a veces por demás— y al ejercicio de una pragmática posibilista.

Las nuevas generaciones también tuvieron sus experiencias de incorporación al peronismo —sin duda diferentes— porque la primera expresión triunfante del peronismo luego de la reinstauración democrática devino en un menemismo, que terminó consolidando un programa de gobierno que coaguló en un modelo absolutamente contrapuesto al que el justicialismo había generado durante sus días más recordados.

Luego sobrevino el kirchnerismo que si bien no recuperó en su totalidad el espíritu fundacional, es decir, la quintaesencia del sentido político, cultural e histórico que había dado lugar al surgimiento del peronismo —cuanto menos, en algunos aspectos de su proyecto— sugería con firmeza muchas reivindicaciones urgentes y la visibilización discursiva de múltiples reclamos postergados. Así, muchos jóvenes se incorporaron a ese primer peronismo —transpuesto por el cristal kirchnerista— que atraía y revitalizaba la militancia por la convocatoria a una épica nacional, revestida de una mística que, cómo negarlo —con su propio estilo— recordaba épocas más felices. De este modo, alentados por el aire nuevo, mucha de esa militancia juvenil se incorporó a los procesos de formación que les permitió constituirse en renovados cuadros políticos.

Sin embargo, si uno analiza retrospectivamente al peronismo como movimiento —con posterioridad a la recuperación de la democracia— tenemos que ser conscientes que el testigo de la balanza viene marcado por el vigor de la actualidad. La cercanía a un 45% de pobreza y el nivel de extranjerización de la economía, la reforma constitucional del 94, la inexplicable persistencia de la ley de identidades financieras, una serie de medidas postergadas o realizadas a medias y de otras que constituyen meros plexos discursivos, nos colocan frente a un balance que de ningún modo compensa los extravíos de un movimiento político cuya dirigencia con mayor reponsabilidad debiera públicamente—entre otras cuestiones y con sincera contrición— suplicar un amplio y generoso perdón a sus deudos. Cuando nos referimos al perdón, nos referimos a su pura dimensión ética. No es un «perdón» de naturaleza administrativa, política o religiosa, es un perdón ético.

«Perdonar» —y es aquí cuando se torna singular— en su primera acepción es aquello ‘dicho de quien ha sido perjudicado por ello: remitir la deuda, ofensa, falta, delito u otra cosa’. Por cada una de ellas —sin dejar de ser enfáticos en «otra cosa»— deberá el justicialismo inclinar la cerviz ante el pueblo supremo al que siempre se debió. Y decía que se vuelve «singular» puesto que en su segunda acepción se indica como acto de ‘exceptuar a alguien de lo que comúnmente se hace con todos, o eximirlo de la obligación que tiene’. ¿La comunidad que se pretende organizada por sus oficios no lo ha eximido ya con creces, en un país en que la tasa de pobreza en la niñez alcanza el 54,2 %, cuando se le prometió que los únicos «perdonados» serían los niños? Porque el perdón es —siempre— una forma de privilegio que sólo concede y legítima el pueblo.

¿Lo que acabo de enfatizar significa que las distintas instancias de los gobiernos peronistas —locales o nacionales— fallaron de pleno al desplegar sus políticas durante estos últimos años? La respuesta es negativa, por supuesto. Aspiro a manifestar simplemente que ciertos sectores del movimiento fundado por Perón, parecerían haber renunciado a muchos de sus principios originarios, pero sobre todo a su raíz ética que le es natural y debería mantenerlo erguido. Que en el afán de sostenerse como «maquinaria de construcción» de gobierno, se olvidó de los objetivos estratégicos perdiendo aquello que le es inherente: la construcción del poder.

Siguiendo en esa línea, el peronismo devenido a su actualidad, continúa incumpliendo sus objetivos estratégicos al considerar a la política como herramienta o instrumento de acceso al gobierno, y no de edificación del poder. A ciertos sectores del movimiento pareciera no importarle el poder —aún más— se muestra temeroso frente a su manejo y a su práctica. En todo caso —renunciando a su ejercicio— las fórmulas a partir de las cuales se pretende conducir de nuevo al pueblo hacia un sistema de ajuste o hacia una economía de mercado —considerando al ajuste como salvador—, se indican siempre «convenientemente» para que en todo caso sean costeadas por el otro.

«Sin poder no hay transformación y sin poder no hay revolución» por lo tanto —más allá de algunas cuestiones que analizo a la lente de más de treinta a años de militancia—, nunca cejo en reconocer el aporte del peronismo—cuanto menos temporal en el transcurso de las últimas décadas— para paliar algunas injusticias estructurales en nuestra comunidad. Sin embargo, sostengo también, que grandes sectores de nuestro movimiento continúan asociado a un régimen —más voraz cada vez— que sigue despojando inicuo los recursos de nuestra patria.

Desde luego —y repito— ello no implica que todos los peronistas sean expoliadores o traidores, pone de manifiesto que este movimiento repleto de doctrina ha perdido el espíritu y la capacidad para neutralizar las acciones que siempre ha combatido, con la sensibilidad social que lo ha caracterizado y por la que siempre fueron reconocidos.

En la conferencia pronunciada el 10 de junio de 1944 por el coronel Juan D. Perón, en la inauguración de la cátedra de Defensa Nacional de la Universidad Nacional de La Plata —entre tanta riqueza de conceptos— el estadista nacional observaba:

“Los objetivos políticos de las naciones, son una consecuencia directa de la sensibilidad de los pueblos. Y debemos recordar que éstos tienen ese instinto seguro, que en la solución de los grandes problemas los orienta siempre hacia lo que más les conviene. Los estadistas o gobernantes, únicamente los interpretan y los concretan en forma más o menos explícita y ajustada”.

Es decir, Perón le otorgó a la entidad «pueblo» una sensibilidad específica. El rol de los conductores y las conductoras debe ser siempre interpretarla. Ciertamente no lo hacen quienes —alejados absolutamente del sustrato popular— conciben la acción política como un sistema de distribución de cargos institucionales. Tampoco es autenticamente peronista el que piensa solamente en el «¿dónde mojo?».Y menos aún lo hacen quienes especulan —incluso—con las derrotas, para que otros se hagan cargo de ellas y sus consecuencias.

No hay posibilidad de reconciliarnos con la comunidad —que todavía recuerda con amargura el desengaño del menemismo y la desilusión de los tiempos presentes—, sin pedirle las disculpas necesarias para que aquellos que son destinatarios finales de las políticas públicas, puedan recobrar cierta confianza en las posibilidades colectivas y eficientes del movimiento.

Sé que algunas de las palabras aquí vertidas podrán herir ciertas susceptibilidades o tal vez sujetas a crítica —en primer lugar por los pragmáticos—; los pragmáticos de la política que entendieron que cabalgar la historia era «que la historia te cabalgue» ¿no?.

En segundo, por los operadores que deforman la política en una serie de procedimientos superestructurales tendientes a alcanzar objetivos exitosos en orden a la ocupación de espacios públicos en la comunidad. Otros dirán:«bueno, en todo caso —a pesar de todo— de los peores somos los mejores». Podrán sostener también que los tiempos cambian y que este nuevo peronismo ya no tiene el sentido histórico del primero. A todos ellos les respondo que el país de la actualidad no tolera más esperas, mientras que observa impávido el regreso a un estado semicolonial —del que sabemos nunca escapó— coincidente con una pobreza que, como señalan los indicadores, no conoce precedentes.

Estas cuestiones nos devuelven al imperativo marechaleano del «dolor ajeno». Hoy la pobreza es una llaga abierta y el peronismo deberá pensar qué hace con ella, ¿terminará profundizándola, utilizará paliativos coyunturales para mitigarla o realmente se propondrá cerrar esa herida que la disocia cada vez de más del pueblo al que juró servir cumpliendo definitivamente con su destino histórico?.

Si el peronismo surgió a la vida del país como eclosión necesaria y continente para lograr el bienestar del pueblo —la visibilización del obrero, el fin de la pobreza, y la grandeza de la patria que supone su soberanía— esos objetivos se encuentran aún pendientes. Para llevarlos adelante, gran parte de los sectores del movimiento deben ejercer un sincero acto de apertura y autocrítica que implique el reconocimiento de las acciones que los llevaron a una actualidad que no solamente es circundada por la desazón y la incertidumbre, sino a una realidad que compromete el futuro y el destino de nuestros hijos.

 

 

 

 

* Con la colaboración de Pablo Núñez Cortéz.

 

30/4/2023

 

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