Opinión

Desequilibrio entre capital y trabajo: el planeta de los simios

“Luzbelito está creído, que fue él que nació en Belén”
Redonditos de Ricota

Con el ascenso de la oligarquía y del capital tecnológico, la razón filosófica del trabajo trasmuta en mera experiencia laboral permanentemente mediatizada por la referencia materialista del proyecto civilizatorio de la semicolonía. Dentro de esta composición, en los marcos preexistentes del contrato social, la fuerza laboral queda sujeta a la distinción transaccional de la operación comercial.

El sociólogo español Jorge Moruno afirma: “Se da una paradoja: cuanto más complicado es conseguir integrarse socialmente a través del empleo, tanto más necesario y totalitaria es la función de la empresa, en tanto en cuanto se sigue vinculando la creación de riqueza y la integración social únicamente al hecho de tener o no tener un empleo Siguiendo esta hipótesis, solo eres creador de riqueza si tienes empleo de lo contrario, te conviertes gradualmente en una paria”.

La dinámica del mercado laboral queda subyugada a la necesidad económica del estado de relaciones de fuerza. La impronta cognitiva, desplegada a través del sentido común por las usinas de difusión de conocimiento, impone nociones que son apropiadas por el conjunto social como verdades absolutas. Así, el trabajo se convierte en una abstracción y es fácilmente sustituido por el credo de la empleabilidad como “motor” social dentro del amplio espectro contractualista.

Esta manifestación distorsiona la noción ontológica del trabajo, al mismo tiempo que impone atributos morales sobre la condición del desocupado. La esfera transaccional de la dualidad empleo-desempleo responde a una selección moralizante que pondera la fuerza del capital, es decir, la condición material por encima de la condición humana.

El condominio gubernamental del liberalismo promociona la entereza de la empresa ante la fragilidad de la pobreza como un factor determinante del entramado social. En esta realidad, el individuo se convierte en sujeto y es fácilmente abducido por el engranaje político de la dependencia y la dominación, al mismo tiempo que pierde toda condición de libertad y su vida está condicionada por las relaciones materiales. El desequilibrio entre capital y trabajo pone de relieve que no hay libertad posible en un universo donde se mercantiliza la existencia.

Perón fue más allá todavía y describió: “La causa final del capitalismo es el enriquecimiento individual amparado por la absoluta libertad económica y se ha de realizar aún a costa de la explotación de los trabajadores, como animales o como máquinas”.

El contrato social impone el beneficio del capital por sobre el trabajo. De esta manera, un  empresario como Eduardo Elsztain, principal accionista del grupo inmobiliario IRSA y uno de los mayores beneficiarios de las políticas liberales de Milei, adquirió en los últimos días el 12,7% de la empresa minera Challenger Gold. El oligarca reafirmó de esta manera su posición dominante en el mercado extractivista, al mismo tiempo que se ve altamente beneficiado por la primarización de la producción económica. Su rentabilidad se verá acrecentada en los próximos años a partir de la extracción de oro en el marco del proyecto Hualilán que se desarrolla en San Juan. Nada de esta renta quedará en el país y mucho menos en mano.

Perón aseguró que “el capital crece a costa de la explotación del hombre. El capitalismo no es otra cosa que el capital deshumanizado que no tiene otro afán que el de crecer a costa de cualquier cosa; aun a costa de la explotación del hombre”.

El desplazamiento del trabajo por el capital impone algo más que la precarización material. La sujeción del individuo a las condiciones materiales y a las necesidades que este género promueve la reducción de la vida a la expresión de la supervivencia. Socioculturalmente, el liberalismo en sus distintas expresiones pone de relieve la instancia del sacrificio como santificación del progreso, la libertad y el crecimiento económico. Pero no hay ningún valor en ese pliegue histórico porque el individuo pierde.

Si el trabajo es desplazado de la condición humana y comunitaria, lo que emerge es la incertidumbre, la inestabilidad, la precarización ontológica del ser comunitario. En términos liberales, tanto el trabajador desocupado como el pobre califican en la categoría de riesgo social. Este estado se distorsiona aún más cuando la estructura de poder, que necesita reafirmar la condición de explotación y subordinación, somete a estos sectores de la población a vivir de las migas del Estado a través de políticas asistenciales.

Para el sociólogo Robert Castel “hoy podría añadirse el “riesgo desocupación” y el “riesgo precariedad”, que si bien tampoco son nuevos, adquieren tal amplitud que desestabilizan en profundidad nuestro sistema de protección social”. El problema se plantea incluso en otro plano: la política del descarte, a partir del empoderamiento del mercado, la descentralización del trabajo como condición humana, fagocitan la idea de subordinación de la clase trabajadora, que además, es vista siempre desde una perspectiva de debilidad persistente.

El protectorado social se incluye en el entramado del contrato. No se aleja de la supremacía liberal que sigue fortaleciendo al capital sobre el trabajo. Ahora bien, en este contexto emerge una nueva problemática que amplifica las condiciones prexistentes y es el de la alteridad que propone la revolución tecnológica. El surgimiento de una nueva oligarquía implica necesariamente la funcionalidad de una nueva condición de sujeción sobre el empleo tecnológico.

En este nuevo universo, el trabajador asume un rol falsamente activo, cuando en realidad no expresa más que su nueva condición de explotación. Pero al mismo tiempo que se identifica con su auto-explotación y  su auto-alienación, se considera libre y un par del oligarca. En realidad, lo que se produce es una fragmentación de su identidad en función de la relación de poder disciplinada cognitivamente por la necesidad. El capital encuentra así una nueva forma de sujetar, esta vez bajo la apariencia del empleado autónomo, o empresario del Yo bajo un novedoso régimen de auto-descarte social y sometimiento cognitivo.

El psicólogo y decano de Humanidades de la Universidad del Museo social Argentino, Gustavo Mäusel, sostiene que “es el trabajo lo que vuelve al hombre consciente de sus realidad histórica como hombre; es el trabajo el que lo forma y por el cual adquiere un verdadero reconocimiento espiritual”. El trabajo, al mismo tiempo, nos conduce del Yo al Nosotros, por ende, si se los destruye se perfora la estructura organizativa de integración social: La comunidad.

La oligarquía  sabe que ya no le alcanza con disciplinar los cuerpos en la fábrica, simplemente porque la fábrica está en peligro de extinción a lo igual que su forma productiva.  El dominio se hace extensivo a la estructura cognitiva. El colonizado actual es un dependiente psico-social de las condiciones materiales. No es casual que Milei sobre-actúe permanentemente el papel de la batalla cultural como contraposición de la cultura del trabajo. El objetivo liberal es destruir , por medio de la desintegración de los lazos solidarios que genera el trabajo, toda instancia de organización de la comunidad.

Sin dudas esto debe plantear interrogantes profundos dentro del ámbito del Campo Popular, sobre todo por qué aún durante los años de desarrollo de bienestar social  persistió la idea de negar toda discusión organizativa en torno al trabajo. Es que lo cambios estructurales se presentaron más como utopías de buenos pensantes que como realidad efectiva y el futuro llegó demasiado rápido y tomó por las piernas a los cuadros de superestructura entretenidos en debates estériles de minorías ilustradas.

La pandemia puso en evidencia los problemas de fondo que aquejaban a una sociedad que desde hace años  perdió el sentido de su identidad comunitaria y que estaba rota.  La sobre-intelectualización del diagnóstico aparejó la generación de las condiciones subjetivas para condicionar al relato que sustentó la garantía derechos prexistentes. La abstracción se digitalizó y el pensamiento quedó tendido sobre el fantasma de la realidad efectiva. El trabajo dejó de representar lo que en un momento histórico fue para convertirse en una transacción materialista sujeto al imperio de la ciencia económica.

De la agenda política despareció el tratamiento del sistema productivo industrial. La perfomance del liberalismo persistió, sea en su fase neoliberal o el pragmatismo desarrollista. La empleabilidad se confundió con la noción de trabajo y la distorsión política permitió la supervivencia del imperativo liberal: El país dependiente.

Desde el regreso de la democracia ningún gobierno, salvo breves intervalos donde se evidenciaron leves amagues distintivos, se propuso la modernización de la estructura productiva industrial. La dependencia estructural se condensó en un porcentaje de pobreza inamovible. Argentina perdió toda idea de trabajo a partir de la desintegración de matriz económica independiente y de la soberanía política.

En este engranaje el consumo se impuso como objetivo de la empleabilidad lo cual anuló toda posibilidad de movilidad social ascendente. Asimismo, decantó en una industrialización débil y supeditada a la producción agro-ganadera en función de la dependencia con la moneda extranjera. Esa estructura posibilitó, por momentos, que se sostuvieran los índices comerciales de supervivencia contractual y al mismo tiempo gestó la aplicación de programas pasivos a través de la inclusión por ingresos. En paralelo, este modelo convivió con la especulación financiera al ritmo impuesto por la gobernanza global.

Argentina parece habitar la regresión constante. Es un vicio del sistema liberal. En 1952 Perón describió: “En 1943, la actividad económica de la Nación se regía por el sistema capitalista de la economía libre…Esto equivale a decir que la conducción económica de la República no existía como tal y que toda la actividad de la producción del comercio y de la industria se orientaba según el impulso positivo o negativo de la acción privada, por lo general desvinculada del bienestar social”.

En tal sentido concluyó que “resultado de aquella libertad liberticida fueron los monopolios y los trusts; la total dependencia de al producción agropecuaria; la asfixia sistemática de la industria nacional, al explotación ignominiosa de los más débiles por la prepotencia del poderío económico de los más fuertes…y, lo que es más grave: la conducción de un gobierno político en manos de vulgares y conspicuos agentes de los intereses extraños del Pueblo y de la Patria”.

Está claro, Milei no nació en Belén. No es el profeta de la libertad. Es el parásito que se arrastra para no ser aplastado por el pie del oligarca. Es el resultado del país subordinado.

 

 

 

 

14/1/2025

 

 

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