Opinión

De un tiempo a esta parte

“Vuelo porque no me arrastroQue el arrastrarse es la ruinaAnido en árbol de espinaLo mesmo que en cordillerasSin escuchar las zoncerasDel que vuela a lo gallina”
Atahualpa Yupanqui

La burla de Milei se edifica en el sostén sistemático del país semi-colonia, donde la dislocación del sujeto histórico popular, la clase trabajadora, es subordinada a los intereses de la oligarquía financiera y parasitaria. La libertad de comercio es el sometimiento del trabajador a condiciones de precarización extrema, donde impera el desequilibrio entre capital y trabajo en beneficio de maximizar la rentabilidad del primero.

La concepción dogmática del libertario se afinca en la racionalidad imperial, que presupone que en la defensa del capital radica el virtuosismo del crecimiento y la funcionalidad económica. No es extraño que en su diatriba se esbocen conceptos que se encuentran, tanto en Winston Churchill como en Margaret Thatcher, así como también en Ronald Reagan y sus predecesores. No es una defección del sistema, sino su confirmación.

El desequilibrio económico se sustenta en la transferencia de riquezas. Las condiciones del ajuste justifican la rentabilidad del capital especulativo, pero también de aquellos oligarcas que extraen trabajo argentino para capitalizar su riqueza en el exterior. En este contexto, la vigencia de la Ley Bases legitima el trasvasamiento económico, destruyendo los sustentos del sistema productivo, financiarizando, primarizando y extranjerizando la economía.

“El que no llora no mama y el que no afana es un gil”. El gobierno cambalache distorsiona la discusión profunda dentro del ámbito político. De este modo, se legitima el saqueo del patrimonio nacional. Claro que las condiciones objetivas hicieron raíz en procesos políticos anteriores, donde el capital político sustentó las estructuras de subordinación y dependencia económica. Vale decir que desde el regreso a la democracia, con el triunfo demoliberal del alfonsinismo y la desperonización del peronismo, no se rompió con las ataduras impuestas por el régimen neoliberal.

En tal sentido, el endeudamiento, la precarización productiva, y el liberalismo en sus variantes liberales, keynesianas y ortodoxas, regularon el estatuto de la dependencia sin que ningún gobierno se atreviera, con organización y vehemencia, a romperlo. La imposición del contrato social configuró un escenario de supuesta neutralidad ideológica, donde se interpuso el mecanismo electoralista de la democracia liberal por encima de las necesidades del pueblo trabajador.

La transmisión de los campos semánticos y simbólicos de la dependencia fue atenuada, en ciertos pasajes históricos, por la conformación de una economía de bienestar que arrastró tras de sí la cultura del asistencialismo como ejercicio de la figura del Estado presente, una condición que terminó por saturar y forzar un relato sobrecargado de imaginarios sociales que no encontraron correlato en el territorio. La pobreza no recuperó su estadio anterior al Golpe del ’76, tampoco el trabajo volvió al centro de la escena social.

Todos y cada uno

La desarticulación del entramado productivo generó el retraso de las fuerzas organizativas que perdieron protagonismo en la vida de la organización política nacional. Más allá de la fortaleza de los sindicatos, el sustento de base fue perdiendo peso específico sobre la base de un mapa de confrontación de estructuración cognitiva. El contrato social prevaleció como cultura del YO por encima de la construcción de lazos comunitarios que extendían el trabajo, no solo a través de la fuerza económica del mercado interno y del salario, sino también en el sustento de conciencia y solidaridad de clase como una unidad.

En este escenario, la clase trabajadora dejó de ser, incluso para el peronismo posmoderno, el sujeto histórico de la causa nacional. El contrato social promovió el emprendurismo como racionalidad liberal en una sociedad contractual; al mismo tiempo, se apropió de los canales de producción y distribución de conocimiento.

Lo curioso es que esta matriz no fue abordada por los gobiernos “progresistas” que eligieron desperonizarse para ganar en caudal de votos, al tiempo que sus estructuras políticas se vaciaban de poder y de contenido. La base civilizatoria del programa progresista reforzó la idea del liberalismo primigenio y sostuvo el miedo a los bárbaros.

Las discusiones de fondo se postergaron hasta el paroxismo. Lo que terminó por imponerse en la constante disyuntiva coyuntural fue el debate superficial sostenido por la delgada argumentación comunicativa de las redes sociales. La construcción de ejes programáticos integrados fue sustituida por la supervivencia electoral, donde la capa porosa del eslogan y el marketing se instaló en la llanura política como universal categórico.

El desplazamiento de la clase trabajadora de la centralidad política representó el síntoma del declive de un proceso político e inconcluso que no alcanzó a amalgamar las demandas sociales que persisten en el tiempo. La preocupación superestructural giró alrededor de la legitimación de la democracia liberal, sin importar demasiado lo que ocurría entre las bases. El síntoma evidenció la ruptura comunitaria sustentada por la centralidad del trabajo como vector de la movilidad social ascendente.

Llegamos al punto de que la política argentina se niega a discutir el fondo y recuesta cómodamente sobre el lomo del trama para yacer y disfrutar de la paz de los cementerios. El vacío político se transformó en un factor más del desequilibrio social que mutó en un agujero negro ontológico. Con la pandemia, la crisis liberal, al mismo tiempo que civilizatoria, efectivizó un movimiento sísmico existencial sostenido sobre el andamiaje de falsas zonas seguras que, de la noche a la mañana, ya no tenían razón de ser en relación con el universo digital.

El mensaje en la pared 

La legitimación y la difusión de la propaganda del régimen abastecen al derrotero discursivo que impone el sentido común como dogma del desquicio. Las fuerzas del cielo no son más que ángeles caídos ávidos de sangre de venganza. Lo que parece el argumento de una novela no es más que el reflejo de un drama cíclico que se reitera a través de la instalación política de franquicias ideológicas.

Milei recrea los viejos dramas victorianos de la oligarquía argentina, siempre ávida de asemejarse a la aristocracia británica con su drama victoriano y al capital estadounidense afecto a la metamorfosis kafkiana. Este sentido de la colonia recrea el paradigma de la dependencia; la arquitectura neoliberal reafirmó el estatuto colonial a través de los pactos democráticos. Al mismo tiempo, para millones de argentinos, la libertad terminó por ser una condena que los obligó a cargar con los grilletes de la pobreza y el desempleo. El dogma existencial de la colonia.

El libertario reproduce las condiciones de subyugamiento preexistentes al país peronista del siglo pasado. Se alía con los colonos del capital local que responden a la ubre del sistema financiero internacional como meros lacayos. A cambio, los oligarcas obtienen mejoras en la rentabilidad. El sueño tanático del realismo materialista.

Las campanas de la división no suenan por medio de la emisión de la frivolidad del odio. Permanecen, como siempre lo han hecho, aferradas al desequilibrio entre el capital y el trabajo. Eliminado este último como condición ontológica, se torna aún más compleja la descolonización, sobre todo porque la explotación material se yergue como tótem del régimen que anula la independencia.

La abundancia de pocos es la carencia de muchos: tan solo las 50 personas más ricas del país acumulan una riqueza de 78.000 millones de dólares. En 2019 esa riqueza era de 46.440 millones de dólares. Es fácil: en 2024 el oligarca Marcos Galperin, radicado en Uruguay, vio cómo su fortuna ascendió a los 8.500 millones de dólares, mientras que en 2020 la misma era de 4.200 millones de dólares.

Los creadores de Insud Pharma, un grupo empresarial que regentea diez compañías de fuerte influencia en el mercado de la industria farmacéutica, Hugo Sigman y Silvia Gold, alcanzaron los 6.300 millones gringos en 2024. En 2020, su fortuna era de 2.000 millones de dólares. Otro oligarca, Luis Pérez Companc, acumuló durante este año 4.200 millones de dólares. En 2020, su riqueza era de 2.700 millones de dólares. Eduardo Eurnekian, patrón de Milei, ostentó este año una riqueza de 3.500 millones de dólares, mientras que en 2020 su patrimonio era de 1.100 millones de dólares.

Muchos de estos tipos, que integran un ranking armado por la revista oligarca Forbes, le vendieron el alma al diablo por un puñado de dólares. El capital es poder, así que tampoco dudarían en empobrecer al pueblo argentino vendiendo un patrimonio que no les pertenece a los capitales internacionales.

El colonizado no distingue al verdadero ladrón. Los fariseos tienen la particularidad de ser los dueños del mensaje. Si un pobre no tiene unos pesos para una sidra y un pan dulce, para el empresario del YO, esto no será culpa del desequilibrio entre capital y trabajo, ni de la disolución de la comunidad organizada; la responsabilidad recaerá sobre el propio descartado, que no hizo los méritos necesarios para poder alcanzar sus metas y se conformó con las dádivas estatales.

Milei recrea el dogma del viejo liberalismo que hoy se pretende presentar como nuevo: pone a la economía al servicio del capital. En 1950, Perón lo advirtió: “El capitalismo crece a costa de la explotación del hombre. El capitalismo no es otra cosa que el capital deshumanizado que no tiene otro afán que el de crecer a costa de cualquier cosa, aun a costa de la explotación”.

No se trata entonces de esperar la caridad ajena. Se trata de volver a la barbarie justicialista. La respuesta electoralista solo nos acompaña a la puerta del cementerio. Sin un proyecto de liberación nacional, sin un proyecto revolucionario que ponga en el centro de la escena a la clase trabajadora y al trabajo como razón ontológica de la descolonización, el liberalismo seguirá avanzando en la ruta de la colonia.

Hemos olvidado que la revolución justicialista tocó el alma del pueblo argentino y creó hombres que ya no estaban dispuestos a ceder ante el capital ni a reconocer una autoridad moral y política en la potencia imperial que los obligaba a poner sangre en tierra. Descolonizó y emancipó. Fue la memoria de los ausentes y la conciencia de los presentes que decidieron romper el estatuto de la miseria. Recuperar la memoria es tan urgente como necesario para descolonizarnos.

“El estanciero presumeDe gauchismo y arroganciaEl cree que es extravaganciaQue su peón viva mejorMás, no sabe ese señorQue por su peón tiene estancia”

(El payador perseguido, Atahualpa Yupanqui)

17/12/2024

 

 

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