Poliedro

¿De quién son los muertos?

*Por Emilce Cuda

I-Mirada Dirigida

A 50 años de la muerte del sacerdote argentino Carlos Mugica, me invitan a presentar en Roma el libro del autor italiano Marco Gallo, En el ojo de la Tormenta: mártires en la Argentina de los setenta, quien pone sobre la mesa más preguntas que respuestas (1). Eso es muy bueno, habla muy bien del autor. Es bueno, sobre todo, para los jóvenes que, según el Santo Padre Francisco, deben hacer memoria, conocer sus raíces, agarrarse de estas, organizarse y elaborar su propia doctrina política. Eso dijo el Papa de origen latinoamericano en su encuentro con los jóvenes estudiantes universitarios de África el 26 de septiembre de 2023.

Poner sobre la mesa preguntas antes que respuestas es muy bueno ya que, desde la teología tenemos la respuesta, esta es: “Jesucristo está vivo y te quiere vivo” -como nos dice el Santo Padre Francisco en la Exhortación apostólica Christus Vivit. Pero desde la filosofía solo tenemos preguntas. Filósofo es quien sabe provocar la pregunta, y no quien tiene respuestas metafísica para todo, como si fuese teólogo.

La gran pregunta que despierta el libro de Marco Gallo en mí no es quiénes son los mártires, sino de quién son los muertos. ¿Por qué digo esto? Porque parecería que la disputa pasa por saber de qué parte del catolicismo son los mártires, es decir, si son del catolicismo piadoso o si son del catolicismo revoltoso.

Sin embargo, debajo de ese intento de construcción de una narrativa virtuosa para que nuestros muertos tengan vida, y en el campo de lo político sean percibidos como mártires, yace otra disputa, la de saber de quién son los muertos; es decir, si los mató el catolicismo piadoso o si los mató el catolicismo revoltoso porque todos eran católicos y todos actuaban a nombre del catolicismo, como queda claro luego de leer la obra de un autor no argentino que sabe tomar la prudente distancia emocional de lo hechos.

En consecuencia, más allá de toda causa de beatificación, de la narrativa que se construya sobre la vida y la muerte del muerto dependerá -en gran medida- de cómo los perciba la opinión pública. Como verán, en Argentina, todo está en un contexto católico.

Cómo es eso, dirán ustedes; ¿no es eso acaso contradictorio? En el campo de la lógica se habla de contradicción, pero en el campo de lo física ese choque se llama contrario y en el campo de lo social se llama antagonismo, como ya explicó Ernesto Laclau.

Este último vocablo hace referencia a la disputa social por una misma identidad: lo ‘uno’ -es decir, ‘la gente como uno’, típica expresión latina que hace apropiación de la imago Dei- dice: nosotros somos los católicos, defendemos la familia, la tradición y la propiedad; los ‘otros’ -es decir, los que no tienen partido porque no tienen parte, y por eso eso están siempre en movimiento- dicen: “Nosotros somos los católicos porque defendemos al pueblo-pobre-trabajador. Del mismo modo antagónico universitarios y sindicalistas disputaban la identidad peronista, mientras terratenientes y financistas disputaban la patria. Tiempos interesantes los setenta en Argentina, diría Eric Hobsbawm… Pero volvió el peronismo y el catolicismo en el siglo XXI, sin Mujica ni tantos ‘otros’. Volvió y dijo: “la patria es el otro”. Y vino el ‘otro’ a llevarse lo que le dijeron que era suyo: vino el otro latinoamericano a operarse; y vino el otro gringo a operar”.

No vale preguntarse, entonces, qué es el pueblo, sino dónde está el pueblo. El pueblo está ahí. ¿Cómo, no lo ven? Ahí está el pueblo fiel de Dios argentino, disputando siempre su identidad mientras constituye su conciencia católica, como bien lo muestra un italiano que sabe dirigir la mirada hacia el ojo de la tormenta.

En algunos casos estas luchas son dialógicas, y se reducen a un mero antagonismo social. En otros casos, el enfrentamiento se desplaza del lenguaje a la física, haciendo de los antagonistas, contrarios, quienes no buscan ya vencerse sino aniquilarse, porque son percibidos -a un lado y al otro de la frontera discursiva- como lo otro de la unidad posible. La unidad es producto de la articulación de las diferencias, pero la cadena no es infinita.

No todo es equivalente cuando reina la injusticia. Ahí comienza la guerra fratricida que intenta detener Francisco en Fratelli Tutti (Cf. Cap 1), alguien que conoce el paño porque también vivió esos años interesantes. Vale recordar que el libro de Marco Gallo se centra en la persecución y muerte de cristianos durante la última dictadura militar en Argentina. También vale aclarar por qué se dice “última”, porque hubo muchas, más de 200 en América Latina solo en cien años. Hago esta aclaración para los que repiten, sin saber, que la única causa de todos los males en ese continente son los presidentes populares corruptos.

II. Preguntas a modo de discernimiento

El autor establece muy bien la diferencia entre martirio y asesinato: si mueren por odio a la fe son mártires; si mueren por ideales sociales y políticos son criminales. Correcto. Políticamente correcto. Por eso mismo es tan importante saber de quién son los muertos. Luego de leer su libro donde -de modo correcto, se cuenta la historia de católicos asesinados, y donde no todos necesariamente son considerados mártires hasta el momento-, hace que me haga esta primera pregunta: ¿Muchos de los que fueron asesinados por supuestas causas políticas, no serán también mártires?

En lugar de una respuesta me surge otra pregunta: ¿La diferencia entre martirio y asesinato, no sera directamente proporcional a la diferencia entre teología e ideología? Lo cual abre otras grandes preguntas: ¿Quién decide qué es teología y qué es ideología? ¿Quién decide cuándo se evangeliza y cuándo se politiza? ¿Quién decide cuándo se misiona o cuándo se milita? ¿No puede estar ese juicio también atravesado por ideología más que por teología? Por último, las respuestas a esas preguntas dependen: ¿De cuánto sabe el que cuenta el cuento de la vida del muerto, o de su posición tomada en el discurso de lo político, de lo teológico y de lo ideológico?

Al intentar responder esas preguntas, me surgen otras, por ejemplo: ¿Por qué, a los que se decide que fueron martirizados, se los nombra justo ahora, y no antes? ¿Por qué se genera ahora una disputa popular por la construcción de una narrativa en torno a sus vidas? El autor, finalmente, qué intenta saber: ¿Por qué son, o pueden llegar a ser, declarados mártires este elenco de personas y no otras; establecer quiénes fueron martirizados y quiénes asesinados; o más bien saber de quién son los muertos?

Por último, parecería que los muertos en disputa no dejan de corresponder a nobles y notables de la pequeña burguesía argentina -salvo excepciones colaterales-, entonces también me surge esta pregunta: ¿Quién se abocará a construir la narrativa de los “santos de la puerta de al lado” como los llama Francisco? Esos, los que no tienen nombre porque no tienen apellido; los que no lucharon de un lado, ni del otro, porque no sabían de ideología, ni de teología, entonces no hacían política sino catolicismo, y lucharon por justicia social -que es más que comida, es derechos-, y perdieron la vida y la patria.

Esos, los que no tenían ni orden sagrado, ni grados militares, ni acciones empresarias, ni hectáreas, ni empleo. Esos, “los santos de la puerta de al lado”, los muertos que nadie se disputa, ni teológica, ni ideológicamente. El autor resalta con altura que las vidas, cuyas narrativas están en disputa, hablaron de reconciliación, amaron a los pobres, reclamaron justicia social y denunciaron el pecado, por eso ellos son los mártires del evangelio (Cf. pg. 18).

Pero también con altura resalta que si fue martirio, no fue entre creyentes y no creyentes, sino entre cristianos católicos, “en un modo crsitiano que ha perdido la raíz de la misericordia, el perdón y la solidaridad, sobre todo respecto de los más pobres” (Pg. 19).

Esto despierta en mí otras preguntas que seguro despierta en el resto de los lectores: ¿Por qué, para defender la patria, a partir de fundamentos evangélicos, algunos católicos eligieron la lucha armada? ¿Por qué unos se pararon del lado de las organizaciones nacionales y populares, otros del lado de organizaciones extranjeras, y otros del lado de las Fuerzas Armadas?

Me pregunto también por qué algunos católicos se pararon del lado de la Guerra Sucia, de lado de las atrocidades cometidas desde el Estado de manera sistemática, y al mismo tiempo a espaldas del Estado, es decir sin causa ni juicio, agravado por parte de una opinión pública -en parte también católica- que no clamaba, en ese momento, ‘santo súbito’, sino más bien todo lo contrario.

Ahora bien, volviendo a la pregunta original sobre de quién son los muertos, el libro no habla de todos los muertos durante la dictadura, sino solo de algunos católicos pertenecientes, de distintos modos, a la Iglesia como institución: sacerdotes, obispos, religiosos/as, y fieles colaboradores de obispos y sacerdotes.

Hubo otros católicos muertos, la mayoría, pero esos son, como ya se dijo, los santos de la puerta de al lado. Por lo tanto, se debe acotar la pregunta: de quién son los muertos católicos eclesiales. A lo largo de la narrativa de estas vidas paralelas, una pregunta implícita parece atravesar el texto de Marco Gallo como un “íntimo cuchillo en la garganta” -diría Borge en su conocido Poema Conjetural-: ¿Cuáles católicos mataron a estos católicos, a los que quieren declarar mártires, beatos y santos? Dicho de otro modo -por cierto, brutal-, los asesinos de los católicos piadosos: ¿eran católicos civiles o militares? Si eran católicos ‘guerrilleros’-como suelen denominarlos lo contrario de la ‘chusma’-: ¿eran peronistas o marxistas? Finalmente, si eran católicos peronistas: ¿eran montoneros o sindicalistas? Si prestan atención, todo esto está conectado en el libro de Gallo. ¡Gran libro y valiente autor! La lengua siempre nos habla, diría Lacan.

III. Sanitizar para santificar

Si acordamos con la narrativa de las vidas paralelas presentadas en esta obra, y aceptamos que fueron católicos asesinados por predicar el evangelio plasmado en el Sacrosanto Concilio Vaticano II en respuesta a los signos de los tiempos -expresados como gozos y sombras por el Santo Pueblo Fiel de Dios, en este caso argentino-, esas muertes pueden ser consideradas martirio, y así se hace ya con alguno de ellos, como Angelelli. Desde el punto de vista eclesial se supone, entonces, que no estaban haciendo política sino evangelizando; no estaban militando sino misionando. Es más, no se supone, se pone para la causa.

Sin embargo, los mataron. ¿Eso significa que católicos mataron católicos por obedecer la voz episcopal conciliar? No todos los católicos son santos, pero la gran noticia es que como pueblo sí lo son; de eso se trata la salvación cósmica. Y resulta que hoy seguimos con la misma cantinela o ritornello, ese católico: ¿Está evangelizando o haciendo política? ¿Está misionando o militando? ¿Es santo o pecador? ¿Es católico?

Ahora bien, si acordamos que poner en marcha el Sacrosanto Concilio Vaticano II fue la causa justa que hace que algunos de estos muertos católicos practicantes pasen de criminal a santo, entonces, la pregunta es: qué significa poner en marcha el Concilio Vaticano II; o que parte de ese Sacrosanto Concilio me lleva a la santidad y que otra parte a la criminalidad. Es bueno saberlo, ¿no? Es más que bueno, ¡parece que es vital!

¿Será que es causa de santidad hablar de la riqueza, de la propiedad privada, de libertad religiosa y de la democracia como derecho de las minorías, mientras que es causa de criminalidad hablar de la justicia social, del acceso universal a los bienes creados y desarrollados, del derecho a la asociación solidaria y subsidiaria, de las necesidades de las mayorías como derechos y de que todo ser humano, por su dignidad de imago Dei es sujeto jurídico civil y eclesial?

Resumiendo, el Sacrosanto Concilio Vaticano II -que según el texto de Marco Gallo fue motor de esas muertes y martirios. Por lo tanto, el Concilio: ¿Es la puesta en marcha de un plan eclesial, económico, político o jurídico? ¿Organiza o desorganiza la sociedad occidental y cristiana? ¿Esos católicos representaban una amenaza comunista a los fundamentos católicos de la Patria?

Entonces: ¿Cuál fue el sentido de las dictaduras militares en América Latina en torno a los años 70 y 80?; ¿Fue anti-comunista/setentista o pro-liberalismo/noventoso? En América Latina, como se sabe, los comunistas no llegaban al 4% mientras que los terratenientes lo tenían todo. Entonces: ¿Era una guerra contra el comunismo o contra los terratenientes nacionales dueños de las riquezas naturales? Lo cierto es que ocurrió un cambio de eje del poder económico, el cual se desplazó desde una burguesía nacional agrícola-ganadera industrial, hacia una nueva burguesía advenediza financiera que abre las puertas a capitales internacionales destruyendo la industria, endeudando la patria y generando desempleo estructural.

En ese contexto, parte de los caídos católicos -martirizados o asesinados-, quienes pertenecían a familias acomodadas y contaban alta formación académica, contaban otro cuento: denunciaban la venida de un nuevo orden que atentaba contra la dignidad humana garantizada por: el trabajo decente y organizado; la libertad de asociación; y las garantías sociales tal y como lo establece la DSI con fundamento evangélico. Sin embargo, fueron silenciados, no por su teología, sino por su ideología. Entonces, como bien dice Marco Gallo, los mataron por los “aspectos políticos de su pensamiento teológico” (Cf. pg. 30).

Sin embargo, como dice cita Gallo que dijo el Padre José María del Col sobre el Padre Carlos Dornak: “cae victima inocente del terrorismo político-ideológico” (Cf. pg. 31). Curiosamente, hasta el día de hoy -a excepción del Papa Francisco-, el vocablo ‘ideología’ se usa siempre a la izquierda, nunca a la derecha; incluso hasta cuando intentamos defender a las víctimas somos políticamente correctos. Sanitizar para santificar. Como si ‘hacer política’ fuese un crimen, mientras el magisterio social pontificio dice que la política es la forma más alta de caridad.

Como enuncia con claridad meridiana Marco Gallo, las beatificaciones muestran la victoria sobre la muerte, la victoria de Cristo resucitado (Cf. pg. 32). Agregaría yo que también muestran la victoria sobre el sentido. El problema está en que la memoria tiene la capacidad de generar una nueva comunidad, una comunidad organizada en torno a la prédica católica como práctica teológica pública en defensa de los derechos de las mayorías y no como religión ‘cultual’ privada en defensa de los derechos de las minorías.

Como bien señala Gallo: sangre de mártires, semilla de cristianos. Entonces me pregunto: ¿No será por eso mismo que nace la disputa por la narrativa de la vida del santo? ¿Quién cuenta una historia ejemplar de este católico martirizado para que su modelo de santidad no desorganice?

¿Dejamos liberado a cualquiera la narrativa de nuestros mártires o lo hacemos los católicos, que somos nosotros, claro, de manera quirúrgica, sin contaminación, para que esta vida ejemplar no desestabilice? ¿Qué cuento queremos que nos cuenten?

La historia del cristianismo está atravesada por la historia de la humanidad como la lucha por el reconocimiento. Ahora, desde el credo católico: ¿Cómo se reconoce la dignidad humana: con ideas o con leyes? Del mismo modo, me pregunto ¿Cuál es la identidad católica? ¿Es distinta a la dignidad humana? ¿No está en relación con la dignidad, es decir con los derechos que garantizan una vida buena y en abundancia (Cf. Jn 10,10)? ¿Quién juzga qué es verdadero o falso, bueno o malo, bello o feo, política o ideología, teología o ideología? ¿Quién juzga quién es el verdadero católico?

Pregunto todo esto porque considero que un acto de beatificación no consiste en el reconocimiento de una vida pasada, sino en optar por un sentido de la vida en el presente. Si nos detenemos a ver cuales han sido las cadenas de articulación a través de las cuales se construye la narrativa social mediante pares categoriales, cargando de sentido negativo a un lado del par, y de sentido positivo al otro -tal como lo explica Charles Tilly en La desigualdad persistente-, vemos que para explotar y aniquilar legítimamente, primero se debe construir la diferencia: los unos son buenos católicos; los otros son malos y no son católicos.

Eso es la lucha por el sentido, es decir: quién construye esa narrativa o quién cuenta el cuento, como diría Mariana Mazucato en El valor de las cosas. Por ejemplo, de un lado tenemos un gobierno militar que oprime, secuestra, tortura, mata, desaparece personas y es percibido como católico; del otro lado tenemos civiles que se organizan para reclamar al Estado por derechos y son percibidos como criminales comunes.

La pobreza no convierte a las personas en ateo y comunista, todo lo contrario, las vuelve crédulas y conservadoras como se cuenta Siegmund Ginsberg en Síndrome 32. Para prevenir eso, en Argentina, el catolicismo de los setenta opta por una posición pastoral-teológica, es decir: se para del lado del pueblo y opta ‘con’ el pueblo unirse, integrando las diferencias, para salvarse.

Es el pueblo quien, como sujeto de discernimiento, evangeliza al pueblo, no un individuo: el pueblo
evangeliza al pueblo // el pueblo organiza al pueblo, dirá Angelelli. Una parte del pueblo argentino católico de los setenta se autopercibe como una comunidad organizada, no sólo como sujeto jurídico sino también como sujeto teologal.  No consideraban a eso ideología sino “estilo de vida con sabor a evangelio” (CF. Fratelli Tutti 1). Es eso mismo que otros, en contextos liberales llaman, desde una posición crítica del liberalismo, democracia participativa.

El santo nuevo es distinto, no tienen un núcleo narrativo común en la práctica piadosa sino en la conversión que se da en ‘un momento”, no teofánico sino epifánico. No se le aparece nadie; aparece él mismo tomando posición en el reclamo de una comunidad, en el mito-ético-histórico, profesando un credo con otros, públicamente, como diría Giani Vattimo en Ser y entorno.

Eso fueron Monseñor Romero y Monseñor  Angelelli. En ese momento el individuo se constituye en persona como parte del sujeto comunitario. En esa dinámica de constitución de la conciencia católica eclesial -antes que popular-, el reconocimiento de la santidad funciona como dispositivo de memoria comunitaria (ideas, saberes, teorías puestas en práctica). En esa lógica, el mártir no es un héroe casto y puro, es un testigo, es quien da ‘testimonio de misericordia’ (Cf. Praedicate Evangelium 1). La verdad histórica se construye trágicamente con la articulación de testimonios  como se ve en el Edipo Rey de Sófocles-; la evangélica también: “El que dice «Amo a Dios», y no ama a su hermano, es un mentiroso.

¿Cómo puede amar a Dios, a quien no ve, el que no ama a su hermano, a quien ve?” (1 Jn 4,20).  Como el ethos cultural de América es producto de la memoria económica-política-religiosa, no se puede manosear la narrativa de nuestros mártires. Por eso quiero terminar tomando la cita que hace Marco Gallo de la homilía del 2006 de Bergoglio en La Rioja, tierra de Angelelli.

El Cardenal dice que el diálogo del pastor con su pueblo supone la gracia porque ambos han sido llamados por Dios a ese diálogo, y por eso el pueblo no se equivoca, ni su pastor. Ahora bien, también advierte -como destaca Gallo- que se debe tener coraje para comunicar el evangelio y para soportar las consecuencias de comunicarlo ya que la respuesta agresiva es obra del demonio. Esos son los mártires, los que dieron testimonio con coraje y fueron aniquilados demoniacamente; y ellos son la Iglesia encarnada, con nombres y apellido.

 

 

 

*Teóloga argentina, especializada en Moral Social.

1- Gallo, Marco, En el ojo de la Tormenta: mártires en la Argentina de los setenta, Ed. San Pablo,
Buenos Aires 2020.

 

Texto publicado originalmente en por Factor Francisco, Centro Nueva Tierra.

 

 

11/5/2024

 

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