Por Gustavo Ramírez
“Es emocionante ver jugar a nuestros futbolistas. Quien no se sienta identificado con este equipo es porque realmente no quiere a la Selección Argentina. No es lo mismo jugar con esta camiseta que con otra, es así”. La frase de Scaloni tiene una impronta maradoniana. Es parte de su legado. El acercamiento emocional de la selección al pueblo. Al pibe que lleva puesta la camiseta al colegio. Al laburante que corre para ver el partido. De la piba que se abraza con su viejo para gritar ese gol ansiado.
La Selección de Scaloni es terrenal. Eso le añade un plus de mística en un mundial intenso. Demasiado físico y poco pensado. Sobre todo, algo deshumanizado si se observa el contexto de la sede y las maniobras sospechosas de la FIFA. Inclusive si se tiene en cuenta la intervención del VAR, el paradigma del solucionismo tecnológico al servicio de la industria del entretenimiento. La embajada del negocio por sobre el juego.
Lo ocurrido del sábado se puede analizar desde dos planos. Uno lejano, que tiene que ver con el frío análisis del partido. Pero es algo que todos, en mayor o menor medida vimos. La otra es emocional. Por más que el propio Scaloni quiera bajarle los decibeles a la ansiedad, a la angustia, a la alegría y al dramatismo. Es que sin esos aditamentos tal vez el fútbol no sería lo que es. Tampoco el mundial.
Los festejos del sábado poco tuvieron que ver con ganar el partido. Es decir, no fue por eso solo. Después del traspié contra Arabia Saudita la marea de tinta anti-argentina creció e inundó las pantallas con agoreros del derrotismo, que sacaron a relucir la línea editorial del fracaso permanente. Por momentos lo evidente fue tan perverso como obsceno: se le subió el precio a selecciones como la de Inglaterra, Francia, Brasil o España, de manera desproporcionada para bajarle el valor a la nuestra. Lo nuestro no garpa, nunca les garpó.
Pero el sostén del equipo no está ahí. No se encuentra en esos medios, siempre dispuestos a estar al servicio del desaliento. Tampoco está en el relato motivacional de la TV Pública. Está en la calle. Más allá de los interrogantes que se plantearon después del partido contra los árabes, no hubo derrota. El golpe se asimiló, pero el aliento persistió. Y no estuvo asentado en la cultura del aguante, tan funcional a la distinción reaccionaria de civilización o barbarie. No. Se aferró a la fe. A la fe plebeya. Lejos, demasiado lejos de la sobreactuación mediática.
No se rindió nadie, como muchos querían y deseaban. Si. Aunque no se quiera creer hay quienes esperan un “fracaso” de la Selección para ahondar en sus propias miserias y hacer política con el dolor popular. No es nuevo, es cierto, pero tampoco es socialmente sano tolerar esas miserias humanas. Se les hace agua la boca. Pero no pueden soltar más que algunas apreciaciones provocativas en redes sociales.
Pero ahí no está la realidad. La realidad, como decíamos, está en la calle. A diferencia del ’86, incluso de 2014, esta Selección contagia desde abajo. Y aún quienes en su momento fuimos críticos de su juego deseamos que hoy se haga justicia. Una justicia divina por cierto pero terrenal y humana a la vez. Porque estos pibes, los jugadores y el cuerpo técnico, entendieron lo que decía Maradona y lo que él ejecutó siempre: Ser humildes y no olvidarse de donde se viene.
Es cierto. La camiseta argentina no es una camiseta más. Si, claro, es solo fútbol. Pero también es todo fútbol. Pero la camiseta empezó a tener un significado mas grueso. Sobre todo después de la partida de Diego. “Elijo creer”, es el lema que se instaló aun antes del mundial. Y eso pasó la semana previa al partido con México. Se creyó. A pesar que los fariseos mediáticos pregonaron el tremendismo y el vaticinaron el apocalipsis.
Nos cuesta disfrutar. También es cierto. Estamos siempre al límite. Al borde. No sabemos bien de que, pero es así. Así se jugó el sábado y es probable que se repita la experiencia en próximo miércoles. No es menos cierto que ese vértigo tiene algo encantador, al mismo tiempo es una característica nuestra. No porque nos regodeemos en el padecimiento. Sino porque en esa tensión sacamos fuerzas. Por eso el grito del gol de Messi se escuchó más allá de acá. Fue el gol del desahogo. El grito de la fe.
El gol de Enzo Fernández fue el del alivio. El de la calma. El que hizo llorar a Scaloni. Pero hay una imagen anterior: la de Aimar en estado de conmoción. Todos queríamos salir de nosotros e ir a abrazarlo. Por eso, más tarde, en las calles se celebró. Claro, fue algo más. Fue la celebración pagana del apoyo. Acá estamos. No nos fuimos. No dejamos tirado a nadie. Y tendemos la mano para levantarnos juntos. En ese sentido la tienen más clara en Bangladesh que en La Nación+.
No se juega como se vive. Ni se vive como se juega. No seamos boludos. El fútbol es algo más. Complejo y sencillo. No siempre tiene una explicación racional. Y está perfecto que así sea. La imagen final de ese sábado intenso como el juego mismo: en una canchita de La Boca los pibes, todos, jugaban con la camiseta puesta. Y si, como ellos, uno elije creer. Creer en ellos, es creer en nosotros.
Eso sí. Después del partido, miramos al cielo. Buscamos entre los recuerdos a los amigos que no están. A los parientes que se fueron. Sonreímos y agradecimos. Con lágrimas en los ojos. Y él, él estaba ahí. Radiante. Cagándose de risa. Disfrutando. Aguantado. Porque él es uno de nosotros. Si, claro. La síntesis está en esa reflexión maradoniana de Scaloni: “No es lo mismo jugar con esta camiseta que con otra, es así”.
28/11/2022