Por Aarón Attías Basso (politólogo). Sabrina Marino (teóloga). Agustín Podestá (teólogo). Emiliano Primiterra (filósofo) y Aníbal Torres (politólogo)
“Por todo y a pesar de todo, mi amor,
yo quiero vivir en vos…
Por tus antiguas rebeldías
y por la edad de tu dolor,
por tu esperanza interminable, mi amor,
yo quiero vivir en vos…”
(María Elena Walsh, “Serenata para la tierra de uno”)
Desde diciembre de 2023, Argentina asiste a un fenómeno prácticamente inédito en la historia mundial: la implementación de un experimento “anarco-capitalista”, liderado por el economista ultraliberal Javier Milei. No cabe duda de que el Presidente cuenta con la legitimidad de origen que da el triunfo en las urnas, pero la legitimidad de ejercicio del cargo debe ganarse día a día.
Hay un sector importante de la población que está de acuerdo con la aplicación de la “motosierra”, más allá de que, no pocas veces, le toque muy de cerca (sea con los aumentos exorbitantes de las tarifas de los servicios públicos, sea con los magros salarios y jubilaciones, sea con la inestabilidad laboral, sea con el desfinanciamiento a las universidades nacionales, por dar algunos ejemplos). “Hay que esperar”, “Hay que darle tiempo”, son los latiguillos que muchos repiten, no sin buena fe.
Antes de esbozar cualquier tipo de análisis deberíamos comenzar por una sincera autocrítica social. Suele ser un ejercicio incómodo pero es pertinente y honesto hacerlo. Por eso partimos de la pregunta: ¿Cómo llegamos a esto? Quizás había cierta lógica en las promesas de campaña para que resultaran ser tan seductoras para la mayoría del electorado.
Si bien la lógica no necesariamente supone la justicia, ¿acaso no es verdad que desde hace más de una década el país viene, como dice el tango, “barranca abajo”? Resulta inocultable que se ha ido generando una deuda social cada vez más abultada, con millones de argentinos y argentinas en la pobreza e indigencia, a la par de sectores mejor posicionados o, incluso, privilegiados.
Diferentes gobiernos no han sabido, querido o podido formular e implementar políticas públicas para un verdadero desarrollo humano integral y sostenible, que es algo más que el mero crecimiento económico. Éste, por otro lado, hace tiempo que no se produce. El estancamiento incluso se ve en el plano cultural (por ejemplo en la producción de materiales audiovisuales sobre el pasado reciente) y con la impresión de que “volvieron los 90’ ”, en alusión a la década menemista.
Así, tras un audaz plan de estabilización macroeconómica, el único logro que exhibe la actual gestión es la desescalada de la inflación y la apreciación del peso argentino frente al dólar, merced a presiones devaluatorias. No obstante, el “éxito” que el Gobierno muestra hacia adentro y hacia afuera -con una discutible política exterior que mengua la soberanía nacional en diferentes planos- conlleva el aumento de las ganancias de los grandes empresarios (no alcanzados por el “industricidio”), en detrimento de los ciudadanos y las ciudadanas, y de cierto grupo de comunidades (como ser los pueblos originarios a lo largo y ancho del país, que resisten “defendiendo las cenizas de sus padres y los templos de sus dioses”).
Así, el discurso libertario está enalteciendo un proyecto de extractivismo y tecnocracia nunca antes visto, que si bien viene gestándose desde hace décadas, es con Milei (y puntualmente en razón de la “Ley Bases” y el DNU 70/2023, controversiales en términos constitucionales) que tal empréstito se ve maximizado. Ya no importan los derechos subjetivos y colectivos ni los símbolos puntuales que anclan fuertemente para constituir lazos fundantes entre las personas de diversas comunidades. Todo ello, y mucho más, se ve reducido a una lógica de mercado que está arrasando gradualmente con una serie de derechos básicos que jamás debieran ser dejados de lado.
Pero lo que no se puede resolver en el plano de la microeconomía, el Gobierno libertario y sus aliados buscan reemplazarlo con la tan mentada “batalla cultural”, de aires refundacionales y tintes autoritarios. Esto se puede ver con algunos ejemplos resonantes: la concepción de que prácticamente el mercado se regula solo, a contramano de lo que ocurre en los países desarrollados, donde el sector público y el sector privado interactúan virtuosamente; el pedido de una suerte de “juramento” de lealtad por parte de los funcionarios públicos a los ideales del credo liberal (“vida, propiedad y libertad”), lo cual recuerda a épocas oscuras en el ejercicio del poder; el cambio de los nombres de las obras públicas hechas por otros gobiernos, a falta de la inversión pública propia, generadora de empleo genuino; la desacreditación de la crisis socio-ambiental que golpea al planeta, tildando a la misma como un invento de un “ecologismo radical” o de un “ambientalismo fanático”; el negacionismo en materia de Derecho Humanos, con el impulso a la llamada “memoria completa”, que en realidad significa “impunidad” para quienes cometieron delitos de lesa humanidad; y la discriminación y persecución por razones de género, afectando los derechos reconocidos a las minorías.
Todo esto en un clima de persecución ideológica, donde cual amenazador “gesto neroniano”, desde la cúspide del Gobierno se indica -sobre todo en las redes sociales y con lenguaje muchas veces agresivo- con el pulgar hacia arriba o hacia abajo quién tiene derecho a opinar y quién no, respectivamente. Esto es inadmisible en una democracia, donde el debate público y plural, por encima de las polarizaciones ideológicas, enriquece la calidad de la misma. ¡Cuánto daño hace no poder ver en el otro al menos una cuota de verdad! ¡Cuánto lastima al tejido social e institucional ver en el otro a un enemigo antes que a un adversario!
Así, en Argentina la infinita dignidad humana está seriamente amenazada o, peor aún, pisoteada. Y esto se da, cabe decirlo también, con la complacencia de muchos sectores de la vida nacional y del exterior, que por acción u omisión dejan que tal “experimento” disciplinador se lleve a cabo. Como se suele decir de manera un tanto simplona aunque no sin falta de razón, lamentablemente muchos piensan en las próximas elecciones, antes que en las próximas generaciones.
Pero debemos pasar del ¿cómo llegamos a esto? al ¿cómo salimos de esta situación? Así como la política democrática tiene su dimensión agonal, conflictiva (por ejemplo en las épocas de campaña electoral), también tiene un componente arquitectónico, constructivo. En este sentido, la unidad no anula la pluralidad.
Por eso, urge entonces encontrar alternativas superadoras a partir de la organización comunitaria de la esperanza (que no defrauda), desde un humanismo abierto y solidario que, concretando el diálogo socio-ambiental a diferentes niveles, arribe a consensos básicos que impregnen la sociedad y las instituciones, poniendo proa hacia un auténtico desarrollo humano integral y sostenible, fundamentalmente a partir del trabajo digno (articulador social por excelencia), la educación de calidad y la inversión en ciencia y tecnología. Es deber de todos y de todas preservar el Estado de Derecho y evitar su deriva hacia un indeseable Estado de Poder, según el nuevo e inquietante clima de época. Pero toca a las dirigencias dar el primer paso, escuchando las demandas populares por justicia y paz social para que nuestro pueblo tenga vida en abundancia.