Pensamiento Nacional

Tiempo de incertidumbres: del transhumanismo a la comunidad organizada

*Por Francisco José Pestanha y Pablo Núñez Cortés

“Una revolución mental en los hombres, especialmente en los dirigentes de los países más altamente industrializados; una modificación de las estructuras sociales y productivas en todo el mundo, en particular en los países de alta tecnología donde rige la economía de mercado, y el surgimiento de una convivencia biológica dentro de la humanidad y entre la humanidad y el resto de la naturaleza”
Juan Domingo Perón
 La ciencia y la técnica, al servicio de los intereses de poder conducirán al mundo a formas sociales de dominación absoluta, a instituciones opresoras de las que nada quedará al margen, de las que nadie escapará”
 Aldous Huxley

 

“Eu vejo o futuro repetir o passado
Eu vejo um museu de grandes novidades
O tempo não para”
 Cazuza

En los análisis históricos sobre el origen del primer peronismo, paradójicamente, suelen omitirse hechos trascendentes que dieron contexto y circunstancia al surgimiento del movimiento nacional. Entre los múltiples avatares de la primera mitad del siglo XX, sobresale como una marca indeleble la detonación de las bombas de Hiroshima y Nagasaki. La devastación causada sobró para que el Imperio japonés depusiera incondicionalmente las armas dando por concluida la segunda contienda más grande de la historia humana.

La autoconsciencia que fue construyéndose a partir de la suelta de estas bombas nucleares desde lo universal hacia lo particular, imprimió una profunda cicatriz de incertidumbre respecto a la continuidad de la especie humana. Todavía puede observarse en las curvas demográficas de aquellos años, el descenso poblacional fruto de la pérdida de expectativa sobre la próspera viabilidad del acontecer en el mediano plazo.

Hasta último momento, los calculistas empleados por Oppenheimer no pudieron concluir de manera determinante si semejante liberación de energía afectaría a otras regiones del orbe o si, más aún, resultaría tan potente como para provocar la combustión de la atmósfera desatando una total y catastrófica conflagración planetaria.

Fueron innumerables los ensayos filosóficos que por vez primera, confrontaban al ser humano con la inminencia del exterminio de su especie y el cambio irreversible de su entorno natural.

La rivalidad por la Luna encubrió la vertiginosa carrera misilística emprendida por las potencias atómicas. Alcanzado el objetivo, Estados Unidos no pudo mostrarle al desilusionado contribuyente más que el yermo paisaje del satélite terrestre. Una desolación que ya había provocado por mano propia con la fisión del átomo, un espejo de su misma fealdad. El «estado 51» no se mostraba más promisorio que el Desierto de la Muerte, una metáfora difícil de digerir para una humanidad colmada de desesperanza.

Un mundo trasvasado por dudas e incertidumbres que se irán planteando a lo largo de este artículo y que determinan este singular período de la humanidad.

Por todo lo dicho y ante semejante horizonte temporal, la única manera de compensar la tracción de semejante cúmulo de indeterminaciones —superada la escala humana— sería la recategorización de aquellos fragmentos de certeza que permanecían imperturbables, habitando el sacudido espacio de la realidad.

Resulta muy interesante ver cómo —en aquel «laboratorio de almas» que constituyó la base social y política del primer peronismo— se fueron madurando algunas cuestiones vinculadas a la construcción de lo que entendemos por «certidumbres».

La irrupción de un paradigma civilizacional, tal y como representaba la idea de la comunidad organizada, el concepto de una nueva Argentina que brotaba desde las cenizas, que rompía sus lazos coloniales. Es decir, en tiempos de inseguridad, aquella argentinidad que despertaba a la consciencia logró valerse por sí misma, abrevando de una serie de verdades comprobadas y que la crueldad de las potencias no logró zaherir.

Esas pulsiones vitales facilitaron la creación de una identidad, de una expresión de trascendencia, de un espíritu de proyecto, de una esperanza en la construcción del futuro que, de muchas maneras, contribuyeron a neutralizar esa situación de incertidumbre en medio de la desolación de la posguerra.

Podríamos afirmar que el primer peronismo germina con una serie de certidumbres en un tiempo en que la tierra misma temblaba, víctima propiciatoria de las potencias que demediaban al mundo por una «cortina de hierro». Es decir, un tiempo donde no sólo se dudaba de la posibilidad de que el mundo continuara después de la muestra destructora del poder del átomo sino, además, si resultaría posible para una comunidad compleja, «multígena» —en términos de Scalabrini Ortiz— protagonizar la transmutación de «masa numeral» a «pueblo esencial». Protagonizar la construcción de una nación a partir de ese complejo de particularidades, tales y complejas eran las incertidumbres.

Ahora bien, ese primer peronismo —entendiéndolo como sustrato— posiblemente guardaba un secreto muy preciado: la energía vital capaz de contener la incertidumbre desatada —como de una caja de Pandora— en los cielos de Japón.

Mientras el mundo se desmorona, y cualquier proyecto humano se reduce a minutos, nuestra patria proyectaba y construía la nueva Argentina. Así, como a cada época corresponde, en la actualidad también atravesamos profundas incertidumbres. Las de hoy —como las de antes— universalizadas y existenciales, también caracterizan esta época.

La primera tiene que ver con el inminente desarrollo de formas de inteligencia artificial, es decir, si no dotadas de personalidad, sí de una cada vez más preocupante autonomía.

La mayoría de los científicos coinciden en que en poco tiempo, diez a veinte años estiman,  existirá —tecnología cuántica mediante— computadoras capaces de «pensar por sí mismas», cuanto menos en múltiples aspectos. Eso por lógica coloca a cierto sector privilegiado de la humanidad en un rol de «deidad» en términos de Yuval Harari porque, de alguna manera, es la primera vez que el ser humano se encuentra a sí mismo facultado para crear plena y artificialmente a otro provisto de inteligencia.

Dicho esto, se abren interrogantes éticos tales como si la capacidad de aportar inteligencia a un ente supone de suyo la creación de la vida. Un caracol es menos inteligente que un delfín, pero ninguno supera al otro como sustancia individual de naturaleza sensible. El ser humano los rebasa por mucho, dada su condición se sustancia individual de naturaleza racional. ¿En que condición quedará la IA al tiempo que es pensada y creada como individuo racional, dotada de la cualidad sensitiva de humanos y animales, pero que, además, cuenta con una inteligencia geométricamente superior en capacidad y velocidad? ¿Es la inteligencia la que determina la vida? la respuesta inmediata es no, como tampoco podemos afirmar que —como en el caso del caracol— la vida haga lo propio con la inteligencia.

Alguien podrá decir que una IA no cuenta con verdaderas emociones, menos aún con empatía, ya que estas son simuladas para la adecuada interacción con la persona; justo igual como lo hace un psicópata y, en su condición de tal, ¿qué lo hace distinto a la primera? O dicho de otro modo, carente de emociones: ¿tiene menos «vida» que otro ser vivo? Más aún, un perro capaz de quedarse al lado de su amo hasta la muerte ¿no es más humano que un psicópata?

Estos nuevos entes artificiales han sido creados, cuentan con inteligencia, empatía, memoria, lenguaje, entendimiento, voluntad, creatividad y, eventualmente, autoconsciencia —más de lo que podríamos pedirle al caracol, al delfín o, incluso, a algunos seres humanos— entonces: ¿no son por ello seres vivos?

Vernor Vinge ha propuesto que la autoconsciencia de estos entes artificiales podría ser plena en poco tiempo. El acontecimiento previsto ha sido llamado de modo inquietante por algunos científicos «Singularidad 2030».

La segunda cuestión que, de alguna manera, agrega a la incertidumbre anterior es aquel concepto derivado del transhumanismo denominado «inmortalismo». Según algunas estimaciones científicas —cercanos al año 2045— el ser humano será capaz de extender sustancialmente su expectativa de vida por medios artificiales. Recordemos que durante el siglo pasado —considerando los países desarrollados— esta apenas superaba los setenta años mientras, en la actualidad, está rondando los ochenta y cinco años. Los primeros planteos escritos del albor transhumanista pueden rastrearse en 1923, por la pluma del genetista británico John Haldane.

No debiera asombrarnos que aquellos aterradores experimentos imaginados por la literatura de Orwell o de Huxley estén alcanzando una comprobación palpable. Desde aquellos primeros experimentos de clonación hasta el reciente mapeo del genoma humano, será perfectamente posible erradicar padecimientos desde la concepción y blindar los cuerpos con sistemas inmunes «de diseño» ayudados por la nanotecnología. Resulta más que sugerente que el hombre considerado padre y fundador del movimiento transhumanista sea el mismísimo nieto del escritor: Julian Huxley.

Derivado moderno de la filosofía transhumanista del extropianismo, esta escuela de pensamiento encuentra su cenit en el «extropismo», epítome depurado del neoliberalismo y el transhumanismo. Esta ha expresado sus principios en 1990 por medio de una  adaptación formalizada y más específica del manifiesto transhumanista.

Entre otras ideas, la proclama asegura que «los transhumanistas defienden el derecho moral de aquellos que deseen utilizar la tecnología para ampliar sus capacidades mentales y físicas y para mejorar su control sobre sus propias vidas».

También pueden leerse ideas tales como: «Prevemos la viabilidad de rediseñar la condición humana, incluyendo parámetros tales como lo inevitable del envejecimiento, las limitaciones de los intelectos humanos y artificiales, la psicología indeseable, el sufrimiento, y nuestro confinamiento al planeta Tierra». Incertidumbres que dan paso a otras ya que, entre tantas omisiones, evitan definir aquello que llaman «psicología indeseable».

Con lo expresado en el párrafo anterior, quedaría demostrado con creces cualquier punto, pero si hemos trasvasado los límites de lo sugerente, no lo hemos hecho aún con los del asombro. El extropianismo ha sido pionero dentro de las corrientes de la escuela transhumanista, caracterizada por la inclusión del concepto de «orden espontáneo» —una economía de mercado libre puede lograr una asignación más eficaz de los recursos sociales—, lo que ha llevado a que la mayoría de sus más fervientes seguidores sean libertarios.

Así es, «anarquistas libertarios»: todo el transhumanismo libertario —en cualquiera de sus variantes— supone el concepto de «egoísmo racional» es decir,  que todos los actos orientados a maximizar el interés personal son prioritarios, justificables y lógicos, sea cual fuere la circunstancia.

Y la tercera incógnita es la cuestión vinculada a la destrucción del ecosistema planetario, es decir, lo atinente a las distintas formas de contaminación que están deteriorando en forma ostensible y acelerada el ecosistema natural, poniendo en riesgo elementos sustanciales que hacen a la vida en el planeta.

Ya en 1968 el Club de Roma —un grupo de científicos, industriales y políticos de 52 países—, preocupado por los cambios dados en el orbe por la irresponsable actividad humana, encargó al prestigioso Instituto de Tecnológico de Massachusetts un informe que describiera cuál era la viabilidad del mundo para los próximos cien años de sostenerse semejante ritmo de consumo, producción desordenada y crecimiento demográfico.

El resultado del informe se editó el 2 de marzo de 1972 bajo el título Los límites del crecimiento, en él se revela —casi a modo de denuncia— que no sólo no era viable un ritmo de desarrollo como el que se preveía por cien años, sino que —de no detenerse— la civilización como la conocíamos, colapsaría en el 2040, señalando el año 2020 como hito de no retorno.

La conclusión del informe desató polémicas en el año de su publicación y The New York Times criticó severamente el libro calificándolo de «vacío y engañoso», sobre todo al indicador modélico que señalaba «la acción del hombre como responsable del cambio climático». La controversia se extendió por décadas y se atacó la investigación por todos los flancos posibles; sin embargo el libro Los límites del crecimiento continúa reeditándose hasta nuestros días.

El mismo año de la publicación encargada por el Club de Roma, pero con un mes de anticipación —con su previsión característica— Juan Perón escribió desde Madrid:

“Creemos que ha llegado la hora en que todos los pueblos y gobiernos del mundo cobren consciencia de la marcha suicida que la humanidad ha emprendido a través de la contaminación del medio ambiente y la biosfera, la dilapidación de los recursos naturales, el crecimiento sin freno de la población y la sobreestimación de la tecnología, y la necesidad de invertir de inmediato la dirección de esta marcha, a través de una acción mancomunada internacional” (Madrid, publicado el 21 de febrero de 1972).

Como ya hemos mencionado, el mensaje del estadista argentino —del cual sólo citamos un fragmento— fue dado a conocer antes del reporte del Club de Roma, pero resulta muy factible que dada la agudeza y extensión del documento de Madrid, este haya sido el resultado de varios años de un reflexivo ejercicio de anticipación.

Pese a las advertencias y con el paso de los años, frente a una escala de concentración cada vez mayor, las secuelas sociales y ambientales se han vuelto evidentes en las últimas décadas, expresadas por el incremento sostenido de la pobreza, la contaminación ambiental y la agudización de los conflictos ocasionados por el cambio climático.

Ya a principios de los noventa, Frederick Seitz, el científico de más alto rango entre los escépticos, cuestionó con firmeza las pruebas del calentamiento global. Ferviente opositor al Protocolo de Kyoto, se convirtió en agente de intereses de empresas tabacaleras, petroleras y petroquímicas como Exxon Mobil, Sohio, Conoco Philips, Chevron. Fue presidente de la Universidad Rockefeller y del George Marshall Institute.

Durante el año 2000 James Painter y Teresa Ashe, exploraron la conexión entre las usinas de pensamiento conservadoras y la negación del cambio climático. La investigación —editada algunos años después en 2012— reveló que «ciertas organizaciones» estaban promoviendo el escepticismo contra el cambio climático. Por su parte, un estudio de 2008 de la Universidad de Florida Central, determinó que el 92 % de la literatura «ambientalmente escéptica» publicada en los Estados Unidos estaba parcial o totalmente afiliada a usinas de pensamiento conservadoras.

Para el año 2013, el Center for Media and Democracy denunció que se había vuelto evidente la presión de las grandes corporaciones y el aporte de fondos de sectores conservadores para oponerse  a gran escala a la regulación del cambio climático, pero ya con la adición significativa de organizaciones libertarias.

Las usinas de pensamiento conservadoras y libertarias de Estados Unidos como The Heritage Foundation, George Marshall Institute y Cato Institute, entre otras, fueron activos importantes en los intentos de detener o eliminar las regulaciones ambientales. Por mencionar una, el Cato Institute es una organización de propaganda libertaria ubicada en Washington D. C., fundada en 1977 por Ed Crane y el tristemente célebre Murray Rothbard.

Estamos seguros que el lector habrá hecho el debido correlato con la realidad remitida por todo lo mencionado, de tal modo que elidiremos extender lo obvio.

Hasta aquí estas tres cuestiones que constituyen incertidumbres para el común de la gente que no está vinculada directamente al estudio de los últimos horizontes de la ciencia, la tecnología y la manipulación mediática. No pretendemos agotar nada en efecto sino, como siempre, preguntarnos si estamos provistos de los criterios éticos suficientes para enfrentar los nuevos desafíos que nos propone un mundo que se transforma a toda velocidad, en algo muy distinto a lo que conocimos.

No sólo en lo que respecta a cuál va a ser el destino efectivo de un gobierno como el de la Libertad Avanza, entre otras indeterminaciones aparece como en un museo de «grandes novedades» antiguos adversarios como la Standar Oil de Rockefeller —con su sucedánea Exxon— combinados con el nuevo libertarianismo, que parece haber saltado las barreras de lo teórico para rendirse  a la funcionalidad de los mandantes de siempre.

Cargada de sentido «renovador», se propone la eliminación del déficit fiscal, la privatización de empresas estratégicas, la generación de un flexibilizado ejército de desocupados, la destrucción del trabajo en el sector público, la disolución de hospitales de salud mental (extraña manera de mitigar la «psicología indeseable»), la abolición de regulaciones que tenían como objetivo establecer equilibrios allí donde no existían. Es decir, una serie de acciones que de alguna manera amenazan conculcar los derechos conquistados, y otros que aspiraban a conquistarse.

Sin regulación sobreviene el monopolio, y qué es este sino el retorno mismo a la colonialidad, la alevosa externalización del territorio donde todo se opera desde la metrópoli, a la dependencia de capitales extranjeros, de aventureros con banderas negras y huesos cruzados venidos a probar fortuna, que ya no conformes con la Mining Association de Rivadavia llevan al extractivismo al saqueo mismo de nuestros lingotes por vía de la British Airways; es claro, ellos sí juzgan necesaria una aerolínea de bandera.

¿Cómo es posible forzar a un pueblo a retroceder con tanta violencia, no a épocas preyrigoyenistas, sino ya de colonialidad peninsular? Y es posible que esto suceda por una cuarta variable que no hemos tratado aquí todavía, pero que ya hemos mencionado en escritos anteriores: la modificación del sistema emocional a través de la utilización de las redes —de lo que ha sido una de las más grandes operaciones de ingeniería social de la que se tenga registro—, por medio de esos «espejos negros» que vaticinó Orwell y que hoy existen como más de uno en cada hogar del planeta.

Reforzadas e íntimamente ligadas, las redes sociales, la inteligencia artificial y el comercio electrónico influencian en la estructura emocional del ser humano determinando su entorno y, finalmente, el sesgo de su realidad. La conquista de las consciencias se ha trocado por la conquista de las emociones, llevadas con vileza al extremo elemental del estímulo-respuesta.

Esa modificación de la emocionalidad predispone a la persona influida y que, frente a la evidencia de la realidad, es capaz de contradecir sus sentidos por la mera afirmación mayoritaria que le impone su entorno, de tal suerte que si no comparte el criterio impuesto corre el riesgo de ser excluido de la «red». Y donde no hay red existe la nada, una caída libre y una incontinencia que lleva a la pregunta del hombre de este siglo: «si yo no soy en la red pues ¿quién soy?, si yo no soy en la red, pues no soy nadie».

Ya hemos mencionado la disociación provocada entre lo simbólico y lo práctico de la que abusan las redes en general y —como táctica comunicacional— los libertarios en particular; después de lo expuesto en los párrafos anteriores ¿cómo puede asombrarnos? Esa disociación entre lo simbólico y lo práctico no ha sido otra cosa que una reversión de la hipocresía, una celebración triunfante del doblez existente entre lo que se piensa, lo que se dice y la enorme distancia con aquello que se hace.

Con frecuencia, lo acontecido en el presente hace rima con el pasado. ¿Cuándo se había enfrentado el peronismo a semejante circunstancia? Pues bien, cierta emocionalidad religiosa en frágil equilibrio, sostenida por la hipocresía oligárquica es un ejemplo: esta les permitía lidiar con su paternalismo rural cruzado con la obligada supervivencia de someter a un grupo humano que les superaba en número y en fuerza. Ese «egoísmo racional», al decir libertario, era debidamente «expiado» por la férrea práctica religiosa —tan vacía entonces como hoy lo están las redes— y con el ejercicio de la limosna.

Otra vez, lo simbólico disociado de lo práctico; provenían de aceptar una verdad revelada que los exhortaba: «dejad todo y seguidme», pero confrontados a una contradicción esquizoide —sostenida a la sazón por un sector de la Iglesia que los justificaba mientras se beneficiaba— se permitieron regular ellos mismos el recurso del donativo, según qué tan culpables los hiciera sentir lo ingente de sus ganancias. De este modo, antes aún que proveer dádivas, peor, se convirtieron en verdaderos administradores de la pobreza en fatal perjuicio de la dignidad.

Puede entenderse cómo el surgimiento de Eva Perón y la caída de la Sociedad de Beneficencia —fundada por Rivadavia, suerte de templo laico mayordomo de las sobras—, detonó la furia de esta clase terrateniente con la aterradora energía del átomo. Aunque sus ingresos se mantuvieron, aunque su estatus quedó intacto, ya nada volvería a ser lo mismo; jamás le perdonarían haber expuesto esa hipocresía, esa doble moral, esa que empezó a llamarse —con el advenimiento de las máquinas—, su «realidad virtual».

Un espejismo, algo que vemos para contentarnos, para autocomplacernos, algo que por uso y abuso de presuponerlo cierto terminamos creyendo y llamando «verdad» o, mucho peor, instituyéndola como realidad. Si no es cierto no es verdadero, y es difícil imaginar tal grado de incertidumbre.

El mundo de las redes y sus efectos colaterales nos devuelve al racionalismo cartesiano, donde era necesario pensar primero para existir. Como sabemos, todo ello derivó en el idealismo hegeliano, con las consecuencias que aparejó. Los dispositivos encierran al hombre dentro de las ideas, en la estrechez de lo especulativo y en cuya burbuja queda atrapado.

Mientras tanto, la filosofía clásica —fruto de la reconciliación aristotélico-tomista— invita a la persona humana a captar la realidad con sus cinco sentidos y, recién a partir de allí, reflexionar sobre lo percibido con razón e intelecto. La comprensión de la realidad comienza a aprehenderse de manera práctica, tocando, viendo, escuchando oliendo y, al final, lo que parece complejo no lo es, pues entonces sí «la única verdad es la realidad».

Hasta aquí el cuarto punto, transversal a los tres primeros, saber desde dónde partimos organiza las ideas y redefine los caminos del pensamiento. Llegados a esta instancia, entonces, nos preguntamos: ¿preserva el movimiento actualmente esa capacidad de superar las incertidumbres y —sobre todo— aquellas universales como la que planteamos al principio de estas páginas? Esas bombas dejaron perpleja a la humanidad, sin embargo no habían caído sobre nosotros, pero nos impregnaban como de una nube tóxica impidiendo proyectar hacia el futuro; mientras, en los debates de la época, se concluía terminante: «el mundo se termina».

Tal vez la pregunta anterior guarda la semilla de su propia respuesta y por eso me permito reformularla: ¿no cayeron aquí esas bombas? ¿Y qué significó para nuestro pueblo aquella Plaza de Mayo bombardeada? Con ese ataque genocida ¿no se terminaban para nosotros los días más felices que el pueblo hubiera conocido? ¿O acaso no fue el peronismo capaz de persistir generando nuevas certidumbres? ¿Logró neutralizar el indeterminismo existencial que le impusieron las dos grandes guerras y de la que daba cuenta la lírica urbana de su tiempo, sobre la soledad, sobre el escepticismo y la falta de certeza en el futuro? Dejemos que el mismo Discépolo conteste estas preguntas:

“Nacieron de vos, por vos y para vos. Esa es la verdad. Porque yo no lo inventé a Perón, ni a Eva Perón. Los trajo esta lucha salvaje de gobernar creando, los trajo la ausencia total de leyes sociales que estuvieran en consonancia con la época. Los trajo tu tremendo desprecio por las clases pobres a las que masacraste, desde Santa Cruz hasta lo de Vasena, porque pedía un mínimo respeto a su dignidad de hombres y un salario que los permitiera salvar a los suyos del hambre. Sí, del hambre y de la terrible promiscuidad de sus viviendas en las que tenían que hacinar lo mismo sus ansias que su asco. No. Yo no lo inventé a Perón ni a Eva Perón. ¡Vos los creaste! Con tu intolerancia. Con tu crueldad. Con la misma crueldad aquella del candidato a presidente que mataba peones en su ingenio porque le pisaban un poco fuerte las piedritas del camino a la hora de la siesta” (10 de noviembre de 1951).

Esa Argentina repleta de particularidades, que asombraba a los filósofos como Vasconcelos; esa Argentina multígena logró saltar por encima de sus contradicciones y construir una realidad venturosa a través de los distintos instrumentos que le fueron originales, desarrollando anticuerpos contra ese escepticismo ominoso.

Incertidumbre que también se manifestó durante dieciocho años de resistencia peronista. Esta fue en sí misma una cadena interminable de vacilación, reencontrada la claridad y la autoafirmación con el regreso definitivo de Perón a la patria, una idea impensable hasta que se vio realizada. Esos años de penumbra nos responden que desde el origen mismo del peronismo, nuestro pueblo porta en sus organizaciones libres la capacidad para superar la incertidumbre, reordenarse y vencer al tiempo.

Las generaciones que preconstituyeron al peronismo fueron capaces de generar dispositivos teóricos y prácticos, formaron la militancia necesaria, crearon su propio arte expresándose en la plástica y en la poesía. Si aquel antídoto creado por el peronismo de aquella época pudo neutralizar las incertidumbres, ¿este movimiento nacional es capaz en la actualidad de reintegrar la realidad atomizada y regenerarse como usina de esperanza —superando la mera estrategia tecnológica—, aportando continencia filosófico-intelectual a un hombre líquido que parece disolverse en la «red»?

En suma, un tiempo que interpela volverse vacuna para neutralizar la incertidumbre que han provocado estos cuatro leviatanes. Devolverle al futuro argentino un sentido trascendente, para que nunca más olvide las tres banderas que lo conforman y que son, en suma, su destino de dignidad.

 

 

 

16/10/2024

 

*Francisco José Pestanha es abogado, docente y ensayista. Profesor titular ordinario del Seminario de Pensamiento Nacional y Latinoamericano de la Universidad Nacional de Lanús. Actualmente se desempeña como director del Departamento de Planificación y Políticas Públicas de la Universidad Nacional de Lanús.

*Pablo Núñez Cortés es licenciado y profesor de Historia. Corrector literario desde el año 2010, en la actualidad desempeña sus funciones en el Departamento de Planificación y Políticas Públicas de la Universidad Nacional de Lanús.

 

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