Por Gustavo Ramírez
Era un final anunciado, sobre todo después de lo que se vio el último sábado en Río de Janeiro. Almirón entendió que su ciclo se terminó en el mismo instante que Wilmar Roldán pitó el final del partido. En el tiempo después no quedaba demasiado para agregar: los números no lo acompañan, no lo sostienen. En este fútbol los resultados condicionan, pero en este caso el DT de Boca se limitó a sí mismo al traicionar su ADN.
Es extraño, porque más allá de la derrota Boca hizo historia. Se terminó una etapa pero se abrió una oportunidad. Hay una base de jugadores que tienen proyección. El equipo llegó a la final con Fluminense con un equipo con numerosos pibes salidos del club y que tienen el plus de ser hinchas de Boca. Claro, todavía les falta. Tienen que madurar. Pero este tipo de situaciones los termina por enriquecer y les permite adquirir experiencia.
Boca también hizo historia en las calles de Río a pesar del clima violento que instaló la torcida local. El color y la fiesta superó esa idea de crisis nacional que destempla cualquier iniciativa popular. El hincha, clase media, pudo romper el cerco económico nominado como caótico por la oposición y copó la ciudad brasilera. Reducir el clima de celebración popular a un mero número sería un despropósito.
El peso de la derrota en una final como esta, sobre todo por aquello que se despertó en los últimos días, puede ser depredador en términos políticos institucionales si no preexiste una base sólida donde afirmar el proyecto. De ahí que Boca sea más que un resultado. En términos deportivos, las inferiores del club se han consolidado con logros concretos, incluida una Copa Libertadores. El club ha dejado de ser una marca de exportación para cobrar sentido en relación con el barrio y con su identidad histórica.
Para muchos hinchas y socios, aferrados a la materialidad del resultado, al existimo y a la cultura del éxito, esto puede resultar escaso. Lo que “importa es que gane Boca”, como si Boca fuera deportivo ganar. A nadie le gusta dejar en el camino una Copa Libertadores, es cierto. Pero las experiencias negativas, en términos deportivos, no pueden ser un final. De hecho no lo son. Boca no dejará de ser Boca y es probable que por este camino tenga más oportunidades de alcanzar la séptima.
Volvamos al principio. Almirón se fue de Boca sin haber hecho pie. A lo largo del proceso no encontró una línea de juego. Se perdió en su propio laberinto y diluyó su potencial en función de la necesidad de resultados. Su campaña fue magra en el torneo local y en la Copa alternó buenas con malas. Encontró el sistema y el equipo, pero sostuvo esa carencia de identidad de juego. Con un agravante sustentado en la apariencia: La ausencia de planificación y trabajo. Es lo más notorio que observamos en esta final como corolario de un ciclo sin demasiado aire.
Durante el primer tiempo contra Fluminense no se entendió el planteo. Sobre todo porque se sabía que el equipo brasilero se siente incómodo cuando no puede manejar la pelota y aún más cuando carece de espacios para desplegar su juego. Almirón decidió retrasar al Paul Fernández, arrimándolo a la línea de centrales.
Algo que suelen repetir los entrenadores “modernos” es esa anomalía de poner al cinco a jugar entre los centrales, retrasar al equipo para salir de contra. Un absurdo si se sostiene el doble cinco y se carece de un diez creativo, porque no hay nadie que menaje la pelota en salida desde el medio campo.
Obligado por el resultado, en el segundo tiempo paró al requipo más adelante, pero Boca careció de ideas. Se vio un equipo ansioso y nervioso. Falto de concentración. Desde el banco no llegaba ninguna respuesta más que cambios posicionales que aportaron demasiado poco. Esa ausencia de concentración quedó expuesta con la expulsión de Fabra. El colombiano selló su destino en Boca. No le será fácil remontar lo que hizo, porque gran parte de la suerte del equipo quedó pegada a su falta de tino.
Almirón dirigió 43 partidos en Boca. Su efectividad fue del 50 %. Ganó 17 partidos, empató 13 y perdió 13. En la Bombonera pudo ganar a penas seis veces, perdió 10 y empató 7 partidos. Pero a estos números demasiado flacos hay que añadirle la ausencia de criterio de juego. Es lo que se impuso en la final de la Copa Libertadores.
Hay un aditamento más. Mauricio Macri y Javier Milei alentaron por la derrota de Boca. Una vez más dieron cuenta de su comportamiento miserable en función de sus propios intereses políticos en el club. Esto hace prever que la campaña, de cara a las elecciones internas, será algo más que sucia. Por estas horas las operaciones comenzaron: Desde ese lado se tiran los nombres de Tévez, Palermo y Barros Schelotto para ponerse el buzo de DT. Nombres sin sustento técnico, agite demagógico para una tribuna clase mediera que se deja llevar por la pasión que generan ídolos de barro.
Del lado de la actual Comisión Directiva se apuesta a un intinerato hasta fin de año o al menos hasta después de las elecciones. Prima la racionalidad. Es momento de dejar hacer a Riquelme. Lo que equivale a decir que es necesario parar la pelota y pensar. Los buitres mediáticos harán su trabajo y cargarán las tintas sobre el Consejo de Fútbol y sobre internas inexistentes. En estos casos, la pelota siempre al 10 para que impere el criterio de la sensatez.
Aún así nada está terminado. El fútbol da y quita. Por lo que habrá revancha. Boca es esto. Un sube y baja permanente. Es parte de su ADN. Nada nuevo. Tampoco nada simple. Sin embargo, a diferencia de otros años, este implica el nacimiento de un programa que necesita tiempo para consolidarse, así como un interlocutor válido que pueda interpretarlo desde la dirección técnica.
La esencia está, la mística también. Solo resta ser pacientes. Boca nunca fue deportivo ganar. lo cultural xeneize es fe. Es sacrificio, es amor propio y es pasión después de todo:
“Soy del barrio de La Boca
y siempre te voy a seguir
en las malas a todas partes
las buenas ya van a venir”
6/11/2023