Por Gustavo Ramírez
Como título suena tan fresco como alarmante: El capital odia al todo el mundo. Es bueno. Tiene punch, pero al tiempo mismo remite a una carga simbólica que nos atraviesa de manera dramática con el filo de una realidad que nos lacera sin remordimiento. El filósofo y sociólogo italiano, Maurizio Lazzarato, dio en la tecla al nombrar así a uno de sus libros.
Sin embargo, es válido advertir que la realidad concreta no está en los libros. No es menos cierto que al progresismo peque-burgués, demo-limoliberal, blanco y porteñocéntrico, le encanta abrevar en las aguas de páginas que casi siempre se malinterpretan como verdades irrefutables. Muchas de ellas serán elevadas a universal categórico en cenas con amigos o en charlas de café, en bares que huelen a humedad donde se vende ese rancio brebaje posmoderno llamado cerveza artesanal.
Pero no. Ese es solo un espacio desprovisto de utilidades políticas y puede que de cierta manera se convierta en el mismo centro de la desesperación. Por lo que la enunciación catártica no termina por decodificar lo que ocurre y lo que es. Claro, esto no comprenderá una razón acabada o terminante. En un presente volátil, a veces demasiado fluctuante entre lo inaccesible y lo espasmódico, las categorías se diluyen y el análisis se contorsiona en rebuscadas piruetas ideológicas.
El dato gana terreno en la medida que remite y se acerca a lo concreto. El 6,2 % de inflación durante el mes de septiembre refleja parte del músculo que ostenta con presencia política Sergio Massa, que no deja de agitar el peso específico de su relaciones aceitadas con los organismos financieros internacionales, pero al mismo tiempo evidencia las dificultades de esa propia política para salir del esquema neodesarrollista y propiciar las condiciones objetivas para que los sectores humildes no continúen perdiendo frente al capital.
El 83 % interanual al que trepó el índice precios al consumidor presiona sobre la estructura de jefatura de Massa. Los ojos del campo social se posan sobre él con una mirada furtiva y demandante. Mientras tanto, el reloj no se detiene y en este tiempo, donde se habla de futuro como una vía de escape, deteriora la credibilidad del gobierno con aquellos que adhieren a la fórmula frentista más por espanto que por convicción.
Tal vez sea ese propio tiempo el que reasigne significado a la constitución del Frente de Todos. Los interrogantes que se plantean no suelen articular sobre el peso de la agenda política y desvarían ante la posibilidad de poseer un anclaje en la simplicidad cotidiana. No está, entonces, del todo claro si la coalición vino a resolver solo un problema coyuntural que implicaba la mera derrota electoral de Cambiemos o si en realidad venía a dar respuesta a la necesidad histórica de erradicar de la vida política nacional al neoliberalismo.
Puede que resulte incómodo afirmar que el Frente de Todos fue una acción contingente que se estableció a partir de la pre-condición de emergencia política y no como proyecto nacional. La idealización postulada en las consignas de 2019 no permitieron la elaboración de una estrategia situada que posibilitara comprender que lo ocurrido, desde el 2015 hasta entonces, no era más que producto de la derrota auto-infringida por los propios avatares políticos del Movimiento Nacional, reducido a la “maquinaria electoralista”.
Macri, Milei, Bullrich, Larreta, Espert, Vidal, etc., se explican más por los errores propios que como emergentes de una sociedad que colisiona con sus contradicciones frente a la crisis de representatividad. Estos actores políticos no son emergentes del sistema, son el sistema. Hoy extreman las tensiones sociales porque intentan reasegurar su poder político en la derrota del enemigo que lo convierte en un “gobernado”. Pero esa impronta reaccionaria no pude explicarse sin comprender los males que aquejan al propio campo nacional y popular.
Por características ideológicas el gobierno de Alberto Fernández se desprendió del peronismo para asimilar las expectativas morales de la democracia liberal. Pretendió sanear la ruptura política dentro del marco de un consenso desplegado sobre superficies pantanosas. No logró reconocer, en primera instancia, al enemigo del campo popular tal vez por acción u omisión. Lo cierto es que no lo hizo propio y cayó en una agujero negro donde terminó atrapado. Eso sin negar que las propias fuerzas del Frente de Todos pegaron de adentro hacia fuera dando un mensaje confuso, demasiado ambiguo, a sus propias bases.
Una lista de unidad no era sinónimo de Unidad. La ausencia de proyecto nacional desarticuló lo importante que cedió ante lo urgente de manera definitiva. Esto permitió asimilar y justificar el asistencialismo como paliativo de crisis, sobre todo durante la pandemia donde se implementó una especie de economía de guerra. Pero esto no resultó más que un espejismo porque en realidad se sostuvo al capital a través de la transferencia de riqueza de abajo hacia arriba. El plan fue sostener a la oferta, es decir al capital, ante el terror de que todo colapse. Esto no evitó que el sistema se infecte, solo extendió la agonía. La idea de explosión siguió y sigue latente.
Cierta militancia del campo nacional, sobre todo en redes sociales, suele confundir rebeldía con revolución. La construcción de sentido, a partir de allí, asumió una representación demo-liberal construyendo un modelo con supremacía desarrollista en materia económica. Esto implicó el desplazamiento del peronismo de la conducción de la coalición frentista y supuso una configuración política aséptica, del proceso de recuperación nacional. Desarrollo y crecimiento son las máscaras narrativas de un modelo que sostiene la profundización de las asimetrías económicas. Esto está reflejado en la pérdida del valor de los salarios y en el crecimiento exponencial de la rentabilidad del capital. Es decir, ni el crecimiento ni el desarrollo, se derramaron.
Lazzarato sostiene que el “neoliberalismo no cree, como su antecesor, en el funcionamiento natural del mercado; sabe que, por el contrario, hay que intervenir continuamente y respaldado a través de marcos legales, estímulos fiscales, económicos, etc.”. La hibridación política a la cual asistimos se confunde con discursos vacíos por un lado y otros esquematizados dentro de lo políticamente correcto, pero no hay una propuesta superadora de estas premisas que han invadido el espectro político. Será por eso que Massa es más atractivo como seductor de serpientes que como luchador por la Justicia Social.
Los agentes del neoliberalismo plantean una disputa total. Para ellos, tal cual lo expresa Patricia Bullrich, la condición esencial es la derrota del enemigo (léase peronismo-kirchnerismo). Esta condición es necesaria para operar sobre las subjetividades de los derrotados que serán al mismo tiempo los “gobernados”. El capital, a través, del neoliberalismo se transforma en un nuevo Leviatan.
Por ello, parte las fuerzas operativas de estos agentes están direccionados a combatir al Movimiento Sindical argentino. Esto sin dudas ha puesto en estado de alarma a la dirigencia sindical, pero no alcanza. Tal como ocurre en el campo político, una parte importante de sindicalistas todavía no termina por dimensionar el presente de rupturas que inunda la configuración de las estructuras políticas. Las articulaciones no terminan por conformarse en unidad profunda de concepción y todo parece resolverse en términos coyunturales.
Parte del Movimiento Obrero no logra prescindir de la discusión sobre el armado de un programa propio y se resuelve a debatir sobre la posibilidad de integrar el cuerpo legislativo como estrategia de poder. Esto no hace más que reproducir viejos esquemas que terminaron arrinconando al sindicalismo en un pozo ciego alejado del centro de la toma de decisiones.
Si se tiene en cuenta lo que propicia el presente, con un campo nacional y popular disgregado, con una oposición reaccionaria decidida a servir al capital neoliberal, el Movimiento Sindical encuentra razones elementales para pasar del estadio del conformismo subalterno a la construcción de un factor de poder determinante que le permita ser parte de la mesa de discisiones en un esquema de gobierno realmente nacional y popular.
El escenario está en disputa. Lo real necesario nos interpela para discernir si dicha disputa se va a dar entre fragmentos de lo parecido o si se va a gestar una organización político-social que integre al campo sindical y popular como factor de ruptura y no como mera herramienta de choque. En este caso, para el Movimiento Nacional, las responsabilidades sobre esta posibilidad son compartidas.
Se avecina del 17 de Octubre. Quizá la fecha, más allá de los actos, de las pujas internas, permita una interpelación profunda que supere la condición de mera literatura. En tal sentido, volver a Perón no puede ser un estigma de campaña, asentada en la tracción de votos. Debe adquirir valor de aprendizaje, sobre todo en el marco de la conducción política. La bravura en el tono de voz que emite enunciados ya no alcanza. Se demandan acciones que no remitan a que los sectores humildes vivan restringidos en las áreas esclavizadoras de la supervivencia.
El 17 de Octubre dejó en claro que el peronismo es un movimiento de liberación nacional y como tal, revolucionario. Una palabra que la progresía recluyó a los márgenes de los libros o a la referencia histórica en los claustros, como anécdota del sistema. Para el pueblo trabajador su sentido es otro. Es profundo porque remite a su razón de existencia y es ético porque asimila el aprendizaje histórico que denota la inexistencia de una derrota definitiva. No darse por vencido es también una resolución ética.
La dirigencia del campo nacional no puede continuar refugiada en su propia burbuja. Hacerlo podría significar la firma de un acta de defunción. Hay demasiado en juego como para apostar al narcisismo político e ideológico en este momento. Basta con entender lo que sucede en tiempo real en cada hogar humilde donde la leche, por ejemplo, se convirtió en un bien suntuoso. Puede que el capital odie a todo el mundo, lo que no se puede concebir es naturalizar que ello es aceptable.
15/10/202