Por Gustavo Ramírez
“Antes de negar con la cabeza asegúrate de que la tienes”. Truman Capote
Con locuaz mordacidad, Scalabrini Ortiz, supo reflexionar que “Yrigoyen cometió dos errores políticos. El primero fue el de detener su obra revolucionaria en el umbral del Parlamento y permitir que un Senado que venía desde el mayor oprobio del régimen obstaculizara su obra de gobierno y su empresa de reivindicación nacional. El segundo fue dejar indemne a la oligarquía, dueña de sus tierras, de sus diarios, de sus privilegios”.
El problema del periodismo nacional se encuadra también dentro de esta lógica socio-política-cultural. Porque no se ha desprendido de la matriz ideológica que supura los imperativos categóricos de la oligarquía. El romanticismo moral y la soberbia individualista son elementos del ejercicio de un oficio que ha degenerado en panóptico de la ignorancia ilustrada.
Cuando en los ’90 el neoliberalismo clamó por el fin de las ideologías el periodismo colonial articuló una serie de dispositivos, nutridos por las estructuras de dominación erigidas por el sistema capitalista, que le posibilitó ocupar el centro de la escena a partir del desplazamiento de la política.
Desde entonces, los esfuerzos por reducir el poder de los medios, por parte de los sectores populares, carecieron de fuerza estructural para consolidar un diagrama contra-cultural que pugnara por la liberación nacional en términos comunicacionales.
El periodismo centró su sostén ideológico sobre la falsa representación de la verdad social, esa que la política ya no expresaba, porque en realidad la verdad estaba mediada por el mercado. Así, de cierta manera, lo que se impuso como libertad de expresión fue la cadena simbólica de los significantes del liberalismo económico al que se subvirtió el mundillo periodístico, formado para la subordinación antes que la para la independencia.
En tanto que la “verdad” mediática es la expresión de la libertad de empresa y esta es, a la vez, la enunciación de la libertad de mercado, la narrativa periodística no fue más que la síntesis de la ecuación costo beneficio. Por derecha y por izquierda los medios y sus periodistas, por acción u omisión, convinieron en el establecimiento de canales de difusión de las ideas preponderantes para la conquista cognitiva de la colonización cultural.
Los medios de la oligarquía y sus voceros, se aseguraron así, la permanente difusión de su agenda en todos los espacios mediáticos mainstream. Por su parte, el campo popular fue incapaz de escapar de las trampas ideológicas propuestas por la colonización pedagógica.
Sin quebrar los paradigmas liberales, los años felices del kirchnerismo fueron eficaces para centralizar la discusión del ejercicio periodístico en una síntesis apretada que encontró en Clarín un foco de disputa por la generación de sentido, pero que no rompió con la génesis originaria de la oligarquía.
No hubo transformación del paradigma, por el contrario, se idealizó la figura del periodista como la de un super-héroe que regresa del ostracismo sin comprenden, en el fondo, que lo que estaba en juego era la soberanía informativa. El fetiche de 6, 7 y 8, por ejemplo, intoxicó los espacios de discusión propagando el virus ideológico, la moralina progresista que, una vez más, se distanciaba del pensamiento nacional sosteniendo de manera persistente el paradigma de la dominación cultural.
Esa romantización, sin épica y sin fundamento emancipador, incrustó en el mapa periodístico, la distorsión ideológica sobre el rol del periodismo y del periodista. De esta manera un gran sector de la militancia popular de obsesionó con Clarín, de manera patológica, y contrapuso al periodismo dominante un variante enferma de sí mismo.
A su vez, en el marco de una confusión generalizada, se confundió al periodismo popular con medios hegemónicos como C5N, al mismo tiempo se despreció la construcción que en silencio fueron gestando los verdaderos medios populares, donde este debate nunca fue dejado de lado.
Esa política funcional imprimió una preponderancia discursiva donde la información, las fuentes y los acontecimientos, se subordinaron a la figura del periodista. Así podemos observar como por derecha y por izquierda se vulneró el contrato de lectura y el periodista se transformó en un agente de poder a partir de la fetichización de su opinión por encima de las voces del pueblo. De la misma manera se transformó en un gestor de su narcisismo, lo que llevó a la deshumanización del oficio.
El periodista se convirtió en el banquero, al tiempo que la información se traspoló en mercancía. Arturo Jauretche escribió: “La prensa nos dice todos los días que su libertad es imprescindible para el desarrollo de la sociedad humana, y nos propone sus beneficios por oposición a los sistemas que la restringen por medio del estatismo. Pero nos oculta la naturaleza de esta libertad, tan restrictiva como la del Estado, aunque más hipócrita, porque el libre acceso a las fuentes de información no implica la libre discusión ni la honesta difusión, ya que ese libre acceso se condiciona a los intereses de los grupos dominantes que dan la versión y la difunden”.
No hay un solo periodismo, ni una sola forma de practicar el oficio. Sin embargo existe una apariencia de independencia que genera falsas representaciones. En este sentido el periodismo progresista ha concurrido inclaudicablemente a conquistar nichos ideológicos en base, precisamente, a esas apariencias. Lo que se ha hecho no es más ni menos que reproducir un habitus de clase que nada tiene que ver con los intereses de la clase trabajadora y por ende del pueblo.
Asimismo, el periodismo popular es posible solo si se comprende su origen social de raíz plebeya, en función de su rol en comunidad. La batalla cultural no debe ser, para estos medios, enfocada contra la hegemonía mediática, que seguirá existiendo en la medida que sea parte de la estructura del poder económico y su dispositivo de circulación de biopoder. La lucha debe estar enfocada a la liberación nacional y para ello es necesario derrotar, en todo sentido, a la oligarquía.
La patología mesiánica debe ser erradicada de la profesión periodística si se quiere gestar un periodismo popular que se constituya desde la periferia y de abajo hacia arriba. Para ello se necesita que se constituya una verdadera red de medios populares y que muchos de estos salgan del limbo epistemológico que los ubica entre el amateurismo y la profesionalidad.
Los medios y los periodistas populares tienen su propia ontología y su propia dimensión ética. A su vez, es necesario que los gobiernos populares se hagan cargo de visibilizar estas estructuras para facilitar y potenciar la expansión y desarrollo de una comunicación veraz, confiable, al servicio de los intereses nacionales.
Ya no alcanza con la postura demoliberal de la denuncia permanente. En momentos de crisis civilizatoria urge una respuesta realmente revolucionaria para gestar la derrota de la oligarquía y en consecuencia la soberanía política. Esto implica que las organizaciones libres del pueblo estén involucradas en el cambio de paradigma comunicacional.
“La libertad es algo que muere a menos que se utilice”, expresó en su momento Hunter S. Thompson. Algo que periodismo “mainstrean” olvidó hace tiempo. Ese olvido selectivo, operó como una decisión política para bastardear el oficio. Pero nada es casual.
Así como tantas otras actividades el periodismo fue revestido de un plumaje ascéptico por la ideología oligárquica a través de la constitución de la colonización pedagógica. A grandes rasgos es fiable afirmar que el periodista de medios empresariales se deshizo de su conciencia plebeya y se plegó a la formación que lo preparó para ser un subordinado del poder.
En el marco de la sociedades de consumo primero, de rendimiento después, la figura del periodista se convirtió en un fetiche narcisista, por izquierda y por derecha, de la clase media que se jacta permanentemente de ser el espejo de la oligarquía. Lamentablemente la colonización cognitiva y cultural también ganó espacio en el terreno de campo nacional.
Por ello es imprescindible que la lucha en general no está circunscripta al andamiaje del mero debate mediático, la batalla cultural es una pelea por la liberación nacional en función de re-constituir la identidad popular del Ser Nacional. Para prevalecer sobre los medios dominantes hay que vencer a la oligarquía, del mismo modo que se necesita “desculturizar” al compañero y a la compañera para que comprenda que la comunicación es confrontación con el poder antes que discurso civilizatorio de buen salve.
7/6/2021