Opinión

La mano con puñal

*Por Gustavo Ramírez

La segunda ola de contagios de COVID-19 barrió con la premisa moral de la “nueva normalidad”, impulsada por el frenesí dantesco del realismo capitalista, que vio una oportunidad discursiva para  construir una nueva falsa categoría social que permita adecuar la crisis civilizatoria actual a los moldes tradicionales, manifiestos en los avances colonizadores del imperio del capital.

En este escenario el problema de fondo sigue siendo político. El ciclo iniciado, nuevamente, en 2015 destruyó las bases del incipiente proyecto de integración social que había comenzado en el 2003. Sin embargo, ese modelo, asentado en las bases de la extensión del consumo, no logró consolidar una etapa de producción productiva industrial y tecnológica, por un lado. Al mismo tiempo, aunque lo intentó, no pudo romper con los cimientos estructurados en la década del ’90 de transnacionalización de la economía.

El gobierno de Mauricio Macri condensó la síntesis ideológica y política de alianza oligarquía-neoliberalismo que se gestó con el golpe cívico militar del ’76 y donde la matriz de dominación cambió de conducción. El epicentro, para la oligarquía local, ya no estaba en Inglaterra, sino en Estados Unidos. En términos económicos se retrocedió en materia productiva y tecnológica, en tanto se apostó a la concentración del capital financiero y a la especulación monetaria. A la vez, en todos estos períodos se intentó destruir al verdadero proyecto alternativo que presentó la Argentina, que fue, es y será el peronismo.

El 42 % de los argentinos vive, en la actualidad, en del desahucio socio-económico-cultural. La pandemia ha servido como excusa, en definitiva, para consolidar la injustica social y el descarte humano; como bien lo demuestran las políticas del gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. Lo ha señalado con exactitud el médico sanitarista, Jorge Rachid, la lucha contra la pandemia es política; porque la pandemia en realidad es la oligarquía y sus socios neoliberales.

En su racionalidad moralizante el gobierno de Alberto Fernández pregonó, desde el inicio de la crisis sanitaria, un discurso conciliador que contrastó visiblemente con la realidad. De manera deliberada se apeló a una sensibilidad humana de la cual, el capital, los capitalistas y la oligarquía carecen. El primer cachetazo a ese discurso lindante con la anti-política se lo dio la realpolitik en el caso Vicentin, donde, al decir popular, el gobierno retrocedió en chancletas sin medir las relaciones de fuerza y las condiciones objetivas que lo favorecían enormemente.

De ahí en más el gobierno perdió capital simbólico y político entre los propios; independientemente que las fuerzas de las Organizaciones Libres del Pueblo se hayan mantenido dentro del esquema de unidad que representa en Frente de Todos. Las antinomias internas se hicieron presentes tal vez con más fuerza en el microcosmos de las redes sociales más que en campo real y concreto de la realización política. No obstante existe una coincidencia generalizada y es la que da cuenta de que al gobierno le cuesta mucho tomar decisiones de fondo. Básicamente, hacer política, confrontar y avanzar.

Una vez más, lo que comienza a sostener con fuerza al gobierno es la esperanza del pueblo trabajador, pero claro, esa esperanza que es fe y teología política, no encuentra eco ni respuestas en funcionarios del gobierno, como por ejemplo, Nicolás Trotta, que gestiona de espalda al territorio y le extiende la mano sumisa a los esbirros de la oligarquía porteña. En ese lugar se lo nota muy cómodo, sobre todo cuando reproduce clichés ideológicos liberales sobre educación y peor aun sobre cuestiones sanitarias.

Con la primera ola de contagios se nos dijo que todos éramos iguales. Sin embargo, una vez más la realidad le dio un cachetazo al Presidente, enunciador de esa igualación distintiva, porque el pueblo trabajador se empobreció más y los ricos se enriquecieron mucho más. Solo como ejemplo, basta decir que sujetos como Marcos Galperin, fundador de MercadoLibre, la empresa más cara de América Latina, en el 2020 incrementó su fortuna en  4.000 millones de dólares. Lo que representa que en Argentina no se pone en discusión a los tenedores de riqueza, partícipes necesarios de la generación de pobreza estructural.

En Argentina, en tal sentido, la historia reciente refleja que no existe la distribución de la riqueza, sino y con intensidad durante los períodos oligárquicos-neoliberales, sino transferencia de riqueza de abajo hacia arriba.

Parafraseando a Scalabrini Ortiz, el error de Alberto Fernández es no bregar para destruir el poder de la oligarquía. La política es territorio de disputa y en la actualidad mucho más. Sobre todo porque los agentes de esa oligarquía apelan a la violencia simbólica y real para demostrar que sus amos manejan aun la batuta. Por momentos, el gobierno parece funcional a esa perspectiva, sobre todo cuando se empecina en negociar decisiones de gestión que le competen con el “intendente” porteño, dándole una categoría superlativa a un actor social que no es aliado y si enemigo.

Al Presidente le cuesta mostrarse sucio y desprolijo  en términos de incorreción política, es curioso, sobre todo para él, que en un momento del año pasado se definió más cercano a Woodstock que a las veinte verdades peronistas. Tal vez llegó la hora de ver que hay muchos argentinos que “han puesto sangre en tierra” para liberar a la nación de la muerte, la pobreza y el yugo extranjero.

“La oligarquía impuso un orden legal y un orden jurídico de estructuras extraordinariamente liberales para el poderos y extraordinariamente tiránico para el desmunido de riquezas”, escribió Scalabrini. Esa matriz histórica, desde los ’70 hasta la fecha, sigue con vigencia. No se puede cambiar solo lo superficial, sobre todo si se regresó para ser mejores.

8/4/2021

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