*Por Francisco Pestanha
Ni la utilidad del mentir es sólida,
ni el mal de la verdad perjudica mucho tiempo.
Juan Luis Vives
Nada nos engaña tanto como nuestro propio juicio.
Leonardo Da Vinci
De las cuestiones que mayor preocupación despierta dentro de los cuadros intelectuales adscriptos a nuestro movimiento nacional en la actualidad, son aquellas vinculadas a lo que denominamos “asimetrías comunicacionales”. En particular durante las últimas elecciones, se ha observado cómo la campaña que condujo al gobierno a Javier Milei, se caracterizó por el empleo de una serie de herramientas de carácter tecnológico que logró desconcertar a los dirigentes formados en las tradiciones más auténticas de este movimiento.
El partido libertario, tal como el macrismo en su época, ha recurrido y continúa con la instrumentación de una estrategia en los medios de comunicación con la que ha logrado perforar una franja importante de las subjetividades de la población, a la implantación en ella de verdades relativas tendientes a una direccionada construcción de sentido.
Aprovechando a discreción el clima de la época, han utilizado lo que hoy se devela como “multimensaje” es decir, el recurso de enviar varios de ellos —por diferentes medios— a distintos perfiles psicológicos, sean preconstruidos o no.
Los integrantes del movimiento nacional se habían acostumbrado a encarar el debate político practicando la manifestación de un mensaje único, es decir, un emisor que transmitía un conjunto o una serie de ideas, dando por supuesto una cantidad indeterminada de receptores que incorporaban esas ideas o las tensionaban, pero siempre en el marco de la búsqueda de una coherencia discursiva y doctrinaria. El multimensaje —característico hoy de los nuevos desarrollos en la comunicación— muy por el contrario, consiste básicamente en emitir distintos mensajes para múltiples destinatarios, pero buscando alcanzar el mismo objeto efectista.
La dinámica del multimensaje se manifiesta en el complejo mediático. Tomemos por caso el de Alberto Fernández. Más allá del análisis valorativo —no sólo de la persona del exmandatario, sino de su gobierno, ratificando las falencias que facilitaron y condujeron en consecuencia a la situación actual—, lo cierto es que el episodio vinculado a la relación con su expareja puede brindarnos un ejemplo de cómo funciona este fenómeno.
Si disponemos de un tiempo para analizar los perfiles psicológicos a los cuales alcanzó la profusa información irradiada por una variedad de medios, puede observarse con nitidez que algunos aspectos del mensaje que se traslucían, apelaban a diferentes flancos de la conducta del expresidente y su pareja; así también, a determinados perfiles receptores que, de una forma u otra, serían “permeables” a la multiplicidad de sentidos que vertían.
En primera instancia, aparece la cuestión ligada a la violencia intrafamiliar: fotografías y videos emitidos que mostraron con crudeza presuntas agresiones, satisficieron las expectativas de un sector de la población, sensible y dispuesta a reconocer una problemática cotidiana y que de ningún modo iba a aceptar una explicación alterna.
No se discute si la violencia existió o no, es materia del Poder Judicial determinar lo ocurrido. Lo que se propone aquí es determinar si el mensaje construido a partir de ese hecho estuvo direccionado hacia un público de perfil psicológico determinado, predispuesto no sólo a aceptarlo sin reservas sino, además, pronto a reforzarlo desde el juicio previo y hacerlo extensivo al movimiento político al que el exmandatario afirmaba pertenecer (desdiciéndose luego ante Jorge Fontevecchia, cuando se definió como “socialdemócrata”).
Otro plano al que aludió la estrategia de comunicación utilizada por los medios fue la cuestión vinculada a la conducta promiscua del expresidente, y que aparece de forma complementaria —casi consecuente— a su perfil violento. Es decir, por un lado la violencia, por otro la conducta licenciosa que apunta a otra clase de destinatario del mensaje.
Sin olvidar la tercera, que estuvo vinculada al “escándalo de los seguros”, pero ya orientada a un público cuya expectativa era comprobar sus preconceptos sobre corrupción administrativa, pero que descarta los anteriores argumentos como propios de la vida privada. En la actualidad, se ha sumado la vinculada a la extensión innecesaria del aislamiento social obligatorio.
La estrategia buscó acometer todas las facetas posibles, de tal modo que el espectador se dejara subyugar por la que —de manera darwiniana— lograra la supremacía, consiguiendo la mayor repercusión posible. Y todo ello entrelazado con la comprobación final, devenida desde un principio por la mentada fiesta de Olivos, que de alguna manera venía a confirmar los preconceptos vinculados a la cuestión de la impunidad del poder.
De tal suerte que si la fiesta no hubiera ocurrido, la responsabilidad inherente de cada sujeto por el cuidado de sí mismo, hubiera tenido mayor legitimidad y sentido. Pero ese es, precisamente, el mecanismo: articular un concepto simbólico con otro de orden práctico, aparentarlos ligados, cuando en realidad no lo están. Como si la razón necesaria y excluyente para el cumplimiento de una norma dependiera pura y exclusivamente de un “otro” que la cumpla a su vez y que por cargo añadido, además, la emana.
No sólo está la intención de relativizar el estado de derecho, sino la clara inducción a pensar que la política es —siempre y en esencia— disoluta, y que el expresidente respondió causalmente a ese núcleo generalizado de corrupción con el cual suele señalarse a la clase dirigente de nuestro país. Atacar la legitimidad del poder haciendo blanco en la “corrupción intrínseca de la política”; esa es la raíz insidiosa de la anarquía libertaria.
Pero también existe otro mensaje —a los partidarios o adherentes— a aquellos que le confiaron su voto. Culpabilizarlos, limitando así sus capacidades de reacción a las no-políticas actuales y desmovilizar sus aspiraciones de participación cívica. Apelar a la desilusión provocada por un traspié electoral enorme, y a una crisis dirigencial —tal vez irreversible— dentro del movimiento. Clausurar, en suma, el ánimo que caracterizó siempre a la juventud —volcada a la participación comunitaria— para restablecer un equilibrio político que actualmente, no existe.
Se podría seguir describiendo cómo una sola noticia —o un conjunto de ellas— es lábil de encubrir un sistema de multimensajes; pero el análisis sobre la cuestión de Alberto Fernández, nos debe servir para retrotraernos en el tiempo y reflexionar cómo funcionó este dispositivo durante la campaña.
Tal como se dijo, no estamos poniendo aquí en duda los hechos denunciados; será el Poder Judicial quien deberá determinar las responsabilidades de lo ocurrido. Lo que intentamos describir es una estrategia de construcción de sentido.
Los libertarios —recurriendo a fundamentalmente a las redes sociales— identificaron perfiles psicológicos determinados, susceptibles a “espontáneas” respuestas emotivas. De este modo, lograron construir un discurso múltiple que penetró por medio de la persuasión en algunos casos, o a través de la ratificación de las expectativas sobre un importante sector de nuestra comunidad. Un protagonista mayormente urbano que oscilaba entre el hastío y la revulsión, entre la suspicacia y la decepción.
La paradoja de todo lo expresado nos lleva a reflexionar sobre cómo un movimiento —llamado “nacional” a veces y “justicialista” otras—, no generó auténticos espacios reflexivos para intentar comprender algunos fenómenos contemporáneos de incontenible actualidad y que —nos guste o no— influyen en el reacomodamiento de la óptica pública, sobre el antiguo lenguaje utilizado en la polis para gestionar el conflicto y que los griegos llamaron “política”.
Cabe señalar que durante las distintas fases del movimiento nacional —entre la que se incluye el proceso independentista—, se ha operado a menudo con desventaja asimétrica. Las luchas por nuestra independencia estuvieron caracterizadas por una relación asimétrica; los protagonistas de aquellas tuvieron que recurrir —entre escasos recursos— a sagaces estrategias de comunicación en el marco de esa desigualdad, perforando así el bloque de poder de aquellos ejércitos que intentaban restaurar el viejo orden colonial.
Del mismo modo, el primer radicalismo, también planteó una batalla de proporciones disímiles contra el régimen oligárquico centralista que —entre otros— detentaba casi el total monopolio de la comunicación de entonces. De esta manera se legitimó la brutalidad del ejército nacional, creado fundamentalmente con el propósito de “pacificar al país” y eliminar todo vestigio de la rebelión al régimen. Recordemos que el radicalismo surge como un movimiento insurreccional que —además— construye una urdimbre discursiva en la que se tejen ciertos principios democráticos, combinados con otras aspiraciones vinculadas a la vocación de un proceso emancipatorio.
Frases que apelan a metáforas reivindicadoras, remitiendo a un orden ilusorio que en apariencia habría existido en un tiempo pasado —áureo y ya perdido—, pero que sólo habita en la mente de la rémora oligárquica y conservadora para su propio beneficio. Obsérvese términos como “ejército pacificador”, “protocolo antipiquete” …otra vez lo simbólico —siempre aparentando la seudorreparación— articulando con otro medio de orden práctico y que termina agravando aquello que viene a subsanar. Siempre la misma estrategia: aparentarlos unidos y consecuentes, cuando —ya lo hemos dicho— en realidad no lo están.
En el análisis de los discursos y las prácticas de aquel radicalismo, se encontrará la presencia de característicos instrumentos de comunicación —entendiéndolos en sentido amplio— en evidente contexto de disparidad. Y qué hablar del primer peronismo: también surge de una gran desigualdad, emergida como un proceso histórico-cultural que, más allá de recurrir a los instrumentos clásicos de construcción política, sumará otros tal vez más originales o cuanto menos, originales para la época.
Verá reforzado su proceso de crecimiento por la utilización de recursos de comunicación en los que se incluye —por lógica— la construcción discursiva, y que tiene una de sus expresiones más interesantes en el modo y la forma, primero, por el sólido alegato, entre otros, de los forjistas y su difusión antes del surgimiento del primer peronismo, y después por la utilización de la comunicación permanente en la oratoria continua y reconocida de Juan Perón.
Es decir, podría sostenerse sin temor a equívoco, que la presencia de un sistema de comunicación asimétrica no es nuevo. Lo que ha evolucionado a extremos impensados han sido las formas, los modos, las estrategias, junto a los contenidos discursivos apoyados por un aceleradísimo desarrollo de las llamadas «tecnologías de la información» que, de alguna manera hoy, instituyen un nuevo régimen —no sólo dispar—, sino discriminatorio, aún, para aquellos que parecen identificarse reactiva o positivamente con el mensaje.
Lejos del horizonte utópico de aquel informe McBride que planteaba “voces múltiples, un solo mundo”, el surgimiento de estas nuevos modos de “invasión” digital —bajo la falsa apariencia de garantizar canales diversos de expresión— provocan la crispación de subjetividades exacerbadas, no ya desde de la persuasión discursiva, sino de la utilización de recursos emocionales fundados en bases antitéticas en las que abrevaba el viejo discurso único.
Las redes sociales no sólo transmiten información sesgada, simulan ser gratuitas —aunque nada lo es, menos en el capitalismo— y democratizantes. Facilitado de tal modo, se logró transmitir un multimensaje portador de un sentido único, destinado a reinventar como actuales las perimidas ideas surgidas del Viejo Mundo como el individualismo filosófico, el hedonismo, el racismo, la intolerancia, el sometimiento y la discriminación.
Es decir, un complejo de ideas que tuvieron un sentido específico y particular en la Europa imperialista, presentándolos como novedosos. Digamos, la re-presentación de disvalores vehiculizados por un dispositivo montado en la inteligencia artificial, o mejor, en la “la artificialidad de la inteligentzia”. Para ello, la colonización cultural preparó a sus «esclavos digitales» de hoy durante décadas. Será para otra ocasión el cómo y el cuándo, aunque más de varias páginas se han escrito al respecto.
Gran parte de estos medios a los que se ha recurrido deben ser analizados desde el paradigma del “pensamiento situado” y —a partir de una reflexión seria, crítica y a la vez desapasionada sobre ellos— generar los instrumentos de neutralización de los dispositivos de manipulación generados en las redes. Por mecanismo de estas se aprovecha a discreción cierta ingenuidad del incauto, vinculada a la concepción tenida de “simples instrumentos de comunicación e intercambio de información” y no como peligrosos ingenios de manipulación. No, no son gratis ni nos ofrecen un servicio —simulan «comodidad e integración vincular»—; en estas redes el producto consumido, somos nosotros.
Bien vale, entonces, retomar los estudios sobre descolonización que tuvimos en nuestras manos durante décadas para promover la reconexión de los argentinos con nuestra propia realidad, con muestras propias y auténticas expectativas que es reconectarnos, en definitiva, con nuestros propios intereses.
Recuperar ese espíritu de lucha asimétrica debe ser uno de los motivos fundamentales para encarar esta transformación; para poder generar herramientas analíticas que permitan neutralizar y más, generar un plexo de comunicación que facilite —en el sentido y los términos formulados por Goldar y otros autores— la desarticulación de ese dispositivo alienante que disocia a la persona humana de su entorno sensible, aislándolo de su discernimiento que es, finalmente, razón y acción. Restaurar al humano a su condición de «persona formada», devenida por años de manoseo insidioso a la de mero «consumidor manipulado».
Como indica cierta teología, el “bien” no es el opuesto al “mal”; el “bien”, como tal, es un valor absoluto mientras el “mal” es una carencia, un rasgo imperfecto e incompleto, consecuencia de un apetito desordenado. Así como el “bien” no es el igual y opuesto al “mal”, tampoco la “anomia” es el opuesto a la “libertad absoluta”, vacía ya de su contenido ontológico por los anarquistas libertarios. Muy por el contrario, gracias a la política y al estado de derecho, dialoga y existe la “libertad”, y no invirtiendo sus procedencias. En la selva no hay libertad, sólo la esclavitud de la supervivencia, y en una polis sin política, el único idioma es la crueldad.
*Abogado, docente y ensayista. Profesor titular ordinario del Seminario de Pensamiento Nacional y Latinoamericano de la Universidad Nacional de Lanús. Actualmente se desempeña como director del Departamento de Planificación y Políticas Públicas de la Universidad Nacional de Lanús. Con la colaboración de Pablo Núñez Cortés.
23/9/2024